Establecer sanciones en contra de quienes compren servicios sexuales puede llevar a que quienes los vendan deban hacerlo de manera clandestina.
La Representante a la Cámara Clara Rojas radicó un proyecto de ley que busca sancionar, con multas que ascienden hasta los 23 millones de pesos, a quienes paguen por servicios sexuales. No pongo en duda las buenas intenciones de la Representante, pero creo que este proyecto puede tener consecuencias negativas sobre las personas que busca proteger: las trabajadoras sexuales.
La pregunta sobre el tratamiento que el Estado debe dar al fenómeno de la prostitución no es ninguna particularidad colombiana y ha suscitado importantes reflexiones en diferentes lugares del mundo. Por ejemplo, la filósofa Laurie Shrage distingue cuatro aproximaciones legales frente a la prostitución: i) la prohibición, que implica el establecimiento de sanciones tanto para quien compra como para quien vende servicios sexuales; ii) la abolición, que contempla sanciones únicamente para el comprador; iii) la regulación, que busca recurrir a instrumentos de gobierno como las licencias, los permisos y el monitoreo para hacer del ejercicio de la prostitución una actividad legal y regulada; iv) la descriminalización, cuyo objetivo es permitir el libre desarrollo de la prostitución sin mayores controles y sujeta a las reglas del libre mercado (Laurie Shrage, “Feminist Perspectives on Sex Markets”, The Stanford Encyclopedia of Philosophy).
Es claro que la propuesta de Rojas se enmarca dentro de la categoría de la abolición, pues no busca sancionar a las trabajadoras sexuales, sino únicamente a los clientes. Esto, sin embargo, no significa que no las pueda afectar, pues el establecer sanciones en contra de quienes compren servicios sexuales puede llevar a que quienes los vendan deban hacerlo de manera clandestina, lo cual hace aún más difícil para las trabajadoras sexuales el recurrir a las autoridades en caso de que, por ejemplo, ocurran abusos por parte de sus clientes.
La Representante Rojas dejó claro que una de sus preocupaciones principales son las mujeres que se encuentran en situación de vulnerabilidad y explotación sexual, víctimas de trata de blancas. Eso está muy bien: se trata de mujeres que han sido privadas de su autonomía y que, por tanto, no están prostituyéndose voluntariamente.
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Sin embargo, no todas las trabajadoras sexuales son víctimas de trata de blancas, y esta es una precisión fundamental. Si una mujer escoge el trabajo sexual como opción, es un irrespeto a su autonomía individual asumir que dicha elección está viciada o es ilegítima. Al no diferenciar claramente entre las víctimas de trata de blancas y las trabajadoras sexuales voluntarias, se le está negando agencia moral a quienes libremente optan por ejercer la prostitución y se les está tratando como si fueran personas incapaces de decidir por su propia cuenta qué hacer con su cuerpo y su vida.
Por supuesto, aquí habría que hacer algunas consideraciones adicionales: una mujer en condición de pobreza que no encuentra una opción distinta a la prostitución para sobrevivir no es realmente libre de elegir ser trabajadora sexual. Una mujer en una situación así puede no ser víctima de trata de blancas, pero sí es víctima de la prostitución, pues su libertad de decisión se redujo hasta un punto extremo, en el cual el trabajo sexual no es realmente una opción, sino una obligación.
No obstante, poco ganan quienes se encuentran en esta posición si deben esconderse para prostituirse, pues bajo la sombra serán aún más vulnerables de lo que ya son hoy. Para ayudar a estas mujeres es necesario ir más allá de las sanciones, que pueden ser efectistas, pero no eficaces.
En esta delicada cuestión es necesario trabajar en distintos frentes, siendo el cultural uno de los más importantes. El trabajo sexual es objeto de una fuerte estigmatización y quienes lo ejercen son frecuentes víctimas de discriminación. Las trabajadoras sexuales son miradas con recelo por la autodenominada “gente de bien”, que incluso justifica las violaciones de trabajadoras sexuales señalando que se trata de una especie de riesgo profesional del oficio. Este tipo de posiciones, aunque normalizadas, son profundamente excluyentes y dañinas. Son estas ideas y prejuicios lo primero que debemos enfrentar si queremos poner de nuestra parte en la lucha que día a día libran por el reconocimiento de sus derechos quienes ejercen el trabajo sexual en Colombia.