No conozco un solo profesor universitario que no se queje del bajísimo nivel intelectual de sus estudiantes. No se salva ninguna universidad.
Viendo los terribles resultados de Colombia en las pruebas Pisa, realizadas a jóvenes de 15 años, y los argumentos de los universitarios que apoyan el paro, se concluye que la educación de calidad no se consigue protestando ni aumentando los presupuestos sin ton ni son sino, valga la perogrullada, estudiando duro; o sea, quemándose las pestañas muchas horas, comiendo libro, repitiendo ejercicios una y otra vez. Es decir, estudiar es como practicar un deporte de alto rendimiento; nuestros atletas saben que sin matarse a mañana, tarde y noche no se van ni a acercar a una medallita en Tokio, mientras los estudiantes creen que con tomar cerveza, meter bareta y tirar piedra, van a alcanzar una gerencia apenas se gradúen.
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No conozco un solo profesor universitario que no se queje del bajísimo nivel intelectual de sus estudiantes. No se salva ninguna universidad. Cuando se les pregunta, los más prudentes se ponen pálidos y tartamudean hasta admitir con resignación que hay «ciertas falencias». Otros, no sé si por extrema franqueza o por indignación, se desatan en críticas y cuentan casos que hasta parecen dignos del realismo mágico. Pero todos coinciden en el pésimo nivel de comprensión lectora (leen pero no entienden), las escasas habilidades en lectoescritura (ortografía, caligrafía y gramática incalificables, y una penosa lectura en voz alta), y las casi nulas aptitudes para las matemáticas de los universitarios, todo lo que en las pruebas Pisa reprobamos.
Hace poco publicó la prensa que en nuestras universidades hay una alta tasa de deserción entre becados de hasta el 40%. Obviamente, no se referían a aquellos becados de honor por alto rendimiento académico, sino a los que estudian gratis por medio de programas del Estado que se han venido instaurando con el loable propósito de combatir la «inequidad». Y aunque se le echa la culpa a «factores de adaptación, orientación vocacional, dificultades socioeconómicas y contexto familiar», estos jóvenes tropiezan es por su absoluta falta de competencias pues generalmente provienen de colegios públicos, cuyo bajo nivel es ampliamente conocido. Son víctimas del profesorado marxista de Fecode, que no educa, sino que adoctrina.
Provienen de una educación media gratuita que se entiende como un derecho universal que debe ser proveído por papá Estado, pero cuyos frutos no parecen ser los esperados. Décadas atrás, nuestros padres y madres se tenían que romper el lomo para poder darnos lo que se requiriera para nuestra educación, desde un sacapuntas hasta el atlas de geografía o el libro de Baldor. Todo era con esfuerzo y las cosas se valoraban.
Hoy el Estado no solo ha ampliado espectacularmente la cobertura hasta casi un ciento por ciento, sino que con nuestros impuestos se levantan fastuosos planteles que no los tienen ni los colegios de estrato seis, dotados de costosos equipos. Y, ahora, en materia de educación pública, la escolaridad no se inicia a los siete años sino desde los primeros años con todo gratis, y la nueva meta es la jornada única para que los estudiantes pasen las horas de la tarde en las instituciones educativas, haciendo diferentes actividades, en vez de estar en la calle expuestos a mil peligros como las drogas y la prostitución. Eso cuesta un dinerito, pero, aún así, algunos desocupados siguen propalando el cuento de que esta sociedad es injusta y que no se hace nada por los más desfavorecidos.
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Mención aparte merece el Plan de Alimentación Escolar (PAE). Además de que a muchos estudiantes se les provee de útiles escolares y transporte, son cientos de miles los que reciben alimentación; no ya un refuerzo, como una media mañana, sino un almuerzo completo. Es cierto que ha habido casos de corrupción con los recursos del PAE, en los que se ha comprometido la cantidad o la calidad de las raciones de comida, o ambas cosas, pero valga decir que para muchas familias se convirtió en una cómoda manera de transferirle al Estado la responsabilidad que deberían tener con la manutención de sus propios hijos. Y, tristemente hay que decirlo, muchos niños y jóvenes no van a los colegios a estudiar sino a almorzar, lo cual sería magnífico si se reflejara en un mejoramiento del nivel académico.
La regaladera lleva muchos años ya en este campo, pero la educación no se mejora con plata sino con mucho esfuerzo, y menos si se convierte en caballito de batalla de ideologías criminales que deberían ser proscritas.