Si los gobiernos se sensibilizan frente a los temas del medio ambiente, no dan muestras de hacer lo propio cuando se trata de los derechos de niños y jóvenes amazónicos
Hace algunos años, en una reunión destinada a proponer soluciones en favor de la niñez amazónica, uno de los principales escollos fue la dificultad de los representantes de los países de la subregión para mirar el conjunto del ecosistema porque predominaba la atención sobre sus propios territorios. No sólo eso. Poco hacían para asegurar las condiciones de vida de sus pobladores amazónicos, en especial de los niños, y menos para resguardar la sostenibilidad ambiental y la riqueza de ese enorme espacio.
Han quedado largamente atrás los siglos en que los habitantes de la Amazonia vivieron en comunión con la naturaleza, los ríos, bosques y animales silvestres. Todo cambio cuando la industria descubrió en el caucho una valiosa materia prima y los inmensos árboles se convirtieron en apetecido botín que la codicia maderera no ha saciado. Vino a continuación el deslumbramiento por la agricultura y ganadería extensivas, minería, oro, gas, petróleo, construcción de vías e hidroeléctricas, aunadas al saqueo constante de tantos otros recursos naturales. Muy poco de esta cuantiosa acumulación se ha traducido en bienestar para los pobladores.
La situación no ha cambiado como quisiéramos, pero el tiempo, la conciencia ambientalista y la acción de movimientos sociales, se han encargado de mostrarnos el valor estratégico de ese inmenso ámbito verde – perteneciente a 8 países sudamericanos, del que se beneficia el mundo- y de que su preservación depende en gran medida del cuidado colectivo de su potencial e ingente riqueza.
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El año pasado, dos poderosos motivos colocaron a la Amazonía en el ojo del huracán: los devastadores incendios forestales y el negacionismo del gobierno de Jair Bolsonaro frente al cambio climático, evidenciado también en su indolencia para reaccionar prontamente ante la destrucción. Aunque malas, ambas noticias terminaron reforzando la necesidad de proteger la amazonia. Movieron favorablemente la conciencia mundial, tanto para reclamar acción inmediata contra el fuego, como para condenar la posición de la nueva administración brasileña.
Sin embargo, cuando se trata de la Amazonía, la atención mundial parece estar más puesta en la naturaleza y el cambio climático que en sus habitantes. En ese territorio de 7 millones de km2, 60% brasileño, donde se concentra el 20% del agua dulce del planeta, equivalente a 6 veces el área de Colombia, viven 34 millones de personas, 3 millones pertenecientes a 350 pueblos indígenas. El 65% de este conglomerado humano habita ciudades de tamaño mediano como Belem, Manaos o Iquitos, con altos niveles de hacinamiento, pobreza y ritmo de crecimiento urbano acelerado. Por su distancia de los centros de poder y poca atención de las autoridades, la respuesta a sus derechos básicos es precaria, cuando no nula, como ocurre con la educación y la salud.
En la Amazonía peruana, que no es la excepción frente a los otros países de la subregión, están fuera del sistema educativo 130 mil niños indígenas de 3 a 5 años, 40 mil de 6 a 11 años, 81 mil adolescentes indígenas de 12 a 17 años. Según un estudio de Unicef realizado en Perú hace algunos años “tres de las cinco regiones amazónicas tienen los más altos índices de pobreza infantil multidimensional: Loreto (80%), Ucayali (77%) y Amazonas (76%)”.
Si los gobiernos se sensibilizan frente a los temas del medio ambiente, no dan muestras de hacer lo propio cuando se trata de los derechos de niños y jóvenes amazónicos que, como decía Andrés Franco, son los más olvidados entre los olvidados. Ellos son la primera línea de resistencia y protección frente a quienes ven la Amazonía como botín de caza. Mal podemos encarar el futuro si los lejanos poderes nacionales siguen siendo omisos a una de sus principales obligaciones.
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Volviendo al principio, hemos avanzado en el reconocimiento de la Amazonia como gran unidad de conjunto y lo propio con respecto a la magnitud de la amenaza climática que nos acosa. Sin embargo, muy pobremente en la protección a los derechos de sus habitantes. Hay razones más que suficientes para que los estados vuelvan su mirada hacia estos pobladores, secularmente postergados, privilegiando su cuidado y atención. No se trata de proteger el medio ambiente en abstracto y si de preservarlo en favor de los seres humanos, comenzando por los más jóvenes.