De los casi 600.000 jóvenes en la ciudad, tenemos casi 50.000 en riesgo de caer en los tentáculos de las estructuras criminales. Sin embargo, el programa más importante de la Alcaldía en cuanto a prevención social del delito atiende a poco más de 900 jóvenes en riesgo.
Estas últimas semanas he escuchado comentarios en torno a la forma de reprender a los criminales, en especial a los ladrones. Los más sofisticados han caído en el argumento de prisión para todos; los más sanguíneos, han sucumbido ante la inmediatez de la justicia por mano propia. A unos, los he escuchado celebrar los operativos y las capturas promovidas mediáticamente, a los otros, los he visto aplaudir los asesinatos, atropellamientos y golpizas que se les han propinado a algunos delincuentes, y que posteriormente se han viralizado en las redes sociales con la rapidez de una enfermedad tropical. No me interesa hacer una apología del delito y del delincuente como un actor político, solo quisiera plantear la necesidad de ensayar otras fórmulas diferentes a las dos anteriormente mencionadas.
Entiendo la sensación de frustración de la víctima, es más, la he vivido y la he analizado. Vivimos en un país con una tasa de impunidad que según expertos está entre el 95 y el 99%, donde la anomia y el incumplimiento de las normas completan el panorama normativo de la nación (los trabajos de Mauricio García Villegas y Peter Waldman lo pueden ejemplificar), donde las leyes no se cumplen, no sirven para hacer justicia, son banales, o excesivas. La anomalía regulatoria ha llegado a ser el estado normal de la vida colombiana. Con las prisiones a reventar, sin reforma penitenciaria a la vista y con unas organizaciones estatales que no conversan entre sí. La salida única de: policía-juez-prisión (que ha sido la tradicional), seguirá produciendo los mismos resultados: sobrecarga para las organizaciones estatales, hacinamiento carcelario, cero resocialización, mayor etiquetamiento social del joven y, por supuesto, aumento de la frustración de los ciudadanos que se sienten inseguros.
Cuando se revisan las cifras de homicidio de la ciudad de Medellín se evidencian dos cosas, la primera es que el homicidio afecta principalmente a los hombres, casi en el 93 % de los casos, y la segunda, que el 60% de las víctimas son jóvenes, y casi todos ellos son de los estratos 1 y 2. Hombres jóvenes y pobres, que, además, son asesinados por sujetos con las mismas características. De los casi 600.000 jóvenes en la ciudad, tenemos casi 50.000 en riesgo de caer en los tentáculos de las estructuras criminales. Sin embargo, el programa más importante de la Alcaldía en cuanto a prevención social del delito atiende a poco más de 900 jóvenes en riesgo ¿Qué pasa con el resto de jóvenes?
El criminólogo Loic Wacquant, considera que la proclamada preocupación por la eficiencia de la guerra contra el crimen, revaloriza la represión y estigmatiza a los jóvenes, pues ve en ellos, los jóvenes que hacen parte de “la declinante clase trabajadora”: los desempleados, los sin techo, los ladrones, los drogadictos, y a los inmigrantes como los vectores naturales de una pandemia de global. Jóvenes en riesgo, jóvenes peligrosos y jóvenes castigados, pareciera que es el panorama que ofrece el modelo occidental actual, donde la juventud en muchas ocasiones es vista por los hacedores de política como un problema y un gasto, en vez de ser pensada como un premio y una oportunidad.
Muchos jóvenes son tratados como excedentes de producción, como sobrantes. A los cuales se les cierran todas las puertas excepto dos: la prisión y el cementerio. Terminan encarnando el brutal circo del castigo, con su masiva celebración. Claro está, desde el papel menos afortunado, aunque indispensable para que continúe el show. Medellín, la ciudad más innovadora del mundo, debe poner nuevamente su foco en la prevención.