Entre nosotros no se ha comenzado a preparar el plan de recuperación, ni cuánto costará ni de dónde va a salir la plata, ni cuándo va a empezar.
Nadie conoce realmente el impacto de la pandemia en la economía global, ni en las diferentes naciones, ni en Colombia, ni cuántos años tardará cada país en regresar a su situación anterior.
Los economistas, desde luego, son dados a los diagnósticos y los pronósticos.
Aquí se nos dice que vamos hacia una caída del PNB del 6, del 8, del 9 %, según los más pesimistas; y que nos recuperaremos en 2, 3 o 5 años. Y también nos advierten un retroceso de 20, 30 y hasta 50 años en la lucha contra la pobreza y la miseria.
En cambio, hay otras estimaciones plausibles, como afirmar que empezaremos el año 21 con endeudamiento del orden del 60-80 % del PIB, con desempleo de 25 % y con poco petróleo para exportar a bajo precio, déficit presupuestal del 50-60 %, millares de empresas quebradas, creciente dependencia de la coca y de la minería ilegal…Nunca Colombia se ha enfrentado a algo parecido.
La crisis del 30 fue dura para algunos sectores, pero el nuestro era un país donde más del 80 % de la población vivía en los campos, que poco sufrió los efectos del Crack, a pesar de que los ingresos de la Tesorería Nacional bajaron de 75 millones a 35, obligando al gobierno a suprimir empleos, paralizar las obras públicas y decretar una moratoria de pagos. Pero, para 1934 el país se consideraba recuperado.
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Ahora bien, no se sabe cómo se saldrá adelante. Ignoramos cuántos países estarán en situación igual o peor; cómo serán las ayudas, si se dan; cuáles, las exigencias de los acreedores; si el default de tantos traerá un nuevo orden financiero mundial y cómo será la demanda externa de bienes; si cambiarán las reglamentaciones de la OMC, etc.
La situación, sin duda alguna, será diferente en los países “desarrollados”. En general Europa, Japón y los Estados Unidos tienen mejores estructura y activos para superar la crisis que los “subdesarrollados”. En fin, cada caso es único. Allá, los problemas también son terribles, pero por lo menos en la UE ya se trabaja en planes de recuperación del orden de 750.000 millones de euros.
En cambio, entre nosotros no se ha comenzado a preparar el plan de recuperación, ni cuánto costará ni de dónde va a salir la plata, ni cuándo va a empezar. Lo único que sabemos es que los economistas hablan de otra inevitable reforma tributaria, olvidando a los industriales y comerciantes arruinados, las clases medias depauperadas, las viudas que no perciben los arriendos, las propiedades desocupadas, los desempleados sin capacidad de compra y, en consecuencia, el IVA por los suelos.
Cuando un país afronta situaciones extremas —terribles pero menos complicadas que la actual—, como conflictos militares, bloqueo, terremotos, sequía, langosta, etc., se hace necesario apelar a las soluciones de lo que se denomina “economía de guerra”. Se hace imperativo entonces un plan para salir del atolladero bajo una dirección única, determinada, y obedecida sin ser obstaculizada.
Colombia no será la excepción, pero lo primero que debe resolverse es qué clase de economía de guerra vamos a tener: una heterodoxia creativa dentro del modelo de libertad económica, propiedad privada y respeto de los derechos humanos, con intervención profunda y grandes sacrificios, u otra rupturista, marxista, colectivista, totalitaria y despótica.
También puede ser que, a partir de 2021, empecemos con una gestión enérgica de la economía dentro del modelo de la economía social de mercado; pero que dos años después este sea sustituido por el caos que precede a la dirección totalitaria de corte castro-chavista.
No olvidemos que las elecciones de 2022 se celebrarán en un país irreconocible —desempleado, hambreado y deprimido—, cuyo clima hace previsible el irresistible avance electoral de la izquierda revolucionaria. Esta dispone, además, de presupuestos locales, medios masivos, subversión, narcofinanciación, jueces, juntas de acción comunal… y sobre todo, de vocación inquebrantable de poder.
Dentro de un modelo democrático la recuperación, aunque difícil, es posible. Con el marxista, en cambio, es imposible, porque implica la adopción de un sistema improductivo, fracasado y tiránico.
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Hay, sin embargo, un enorme problema al que no se le da la adecuada consideración: El desorden constitucional imperante en Colombia, agravado por el Acuerdo Final, inhibe el funcionamiento de los mecanismos eficaces de dirección y gestión económica requeridos para superar la crisis. Por tanto, si no se establece un estado de excepción eficaz y duradero, el pronóstico es reservado.
De ahí que el plan de recuperación reclame un componente de voluntad política, un propósito firme e inmodificable de preservar y proteger lo esencial del modelo económico. Su parte política, entonces, es tan importante como la económica y aun más, porque sin la primera, la segunda es demasiado frágil.
No faltan quienes, desde la “academia”, prediquen el establecimiento de una economía de guerra totalitaria. Es una propuesta seductora, en cuanto responde a la unidad de mando y a la coercibilidad de las medidas que se adoptan inmediatamente y carecen de oposición.
En 1921, el caos revolucionario dio lugar al nombramiento de Trotski para que “la economía fuera gestionada con una disciplina y una precisión militar. Toda la población tenía que ser reclutada (…) y despachada como soldados para llevar a cabo las órdenes de producción” (Figes. La Revolución Rusa, p. 785). El orden regresó al poco tiempo, pero sobre millones de muertos y 70 años de dictadura y pobreza.
He ahí los riesgos de la elección equivocada que amenaza al país, porque una población agobiada no se fija en los resultados de las economías militarizadas de Cuba o Venezuela, y solo está dispuesta a creer en pajaritos de oro.