Las herramientas se han sofisticado de manera escandalosa y los alcances de la manipulación llegan a niveles impensables
Por las remotas épocas de mi vida universitaria hubo un libro que aún conservo con cariño y que fue material de discusiones fascinantes (por esos tiempos las universidades eran escenarios de discusiones fascinantes). Se trataba de Introducción a la Política (Ariel 1971) de Maurice Duverger un jurista francés de gran prestigio.
Se había generado entonces una especie de conmoción por la llegada de lo que algunos denominaban la “política científica” y que hacía referencia al arribo de las estadísticas, los sondeos de opinión, las técnicas de manipulación de masas, como contraposición al arte y práctica de una política que se basaba en datos imprecisos, no mensurables, instintivos.
Duverger explicaba que “las decisiones políticas no ponen solamente en juego datos objetivos, sino también juicios de valor sobre el hombre y la sociedad. El hecho de que estos juicios de valor no sean independientes de la situación de los individuos que los formulan y que, por el contrario, sean en parte el reflejo de su clase social o de sus intereses personales, no cambia en nada la cuestión”
En esta perspectiva, el autor concluía que los conceptos de la política se definen en relación con sistemas de valores determinados que no significan lo mismo para cada uno de quienes los esgrimen. Era precisamente por ello que se podía describir la imagen marxista de la política, la fascista, la liberal. Y concluía: “No existe una imagen totalmente objetiva de la política porque no hay una política totalmente objetiva”.
Desde esta perspectiva, no debería confundirse la existencia de herramientas al servicio de la política, con la política misma.
Hoy, cincuenta y cinco años después de los planteamientos de ese texto, está
demostrado que las herramientas se han sofisticado de manera escandalosa y los alcances de la manipulación llegan a niveles impensables. Mire nada más los estragos de Goebbels al servicio del Nacional Socialismo en la Alemania de Hitler, las acciones de Cambridge Analitycs en las campañas de Trump en los Estados Unidos, el Brexit en Inglaterra y el referendo en Colombia.
La sofisticación y eficiencia de los algoritmos en el mundo moderno entusiasma de manera particular a los políticos que están en el poder o que ya han degustado sus mieles y es por ello que se han convertido en defensores de lo que en la “doctrina” del senador Uribe se denomina el Estado de Opinión, como contraposición al Estado de Derecho.
La esencia de la propuesta del Estado de Opinión se reduce a gobernar con fundamento en los “dictados” de la opinión de las mayorías.
Así, esas ideas que han sido construidas mediante artilugios de manipulación por parte de quien ostenta el poder, serían a su vez las ideas que inspirarían las decisiones del mandatario.
Este esperpento que viola los principios democráticos, el respeto por las ideas de las minorías y sobre todo, el imperativo de los tres poderes (el ejecutivo, el legislativo y el judicial) tanto como los dictados de la Constitución, reduce el gobierno al ejercicio de una máxima antigua pero que a los Uribes les parece deliciosa: “El Estado soy yo”.
Hoy, cuando la decadencia del progenitor y difusor de la idea del Estado de Opinión es más que evidente, tenemos que esforzarnos en trabajar por la construcción de ciudadanía, por fortalecer las ideas de la democracia, por impulsar el pensamiento crítico, el no tragar entero, la reflexión, la reflexión, la reflexión…