La corrupción existe en todos los gobiernos y en todos los países, no solo en el sector público sino también en el privado.
La corrupción existe en todos los gobiernos y en todos los países, no solo en el sector público sino también en el privado. El meollo del asunto radica en el grado de corrupción existente. Por eso tiene sentido la vieja exhortación del expresidente Turbay Ayala de que “hay que reducirla a sus justas proporciones”, a pesar de que ese enunciado ha sido objeto de burlas y reproches.
Nadie concibe que un delito pueda tener “justas proporciones”, ni que “la corrupción es inherente al ser humano”, como dijo Miguel Nule para justificarse. Pero negar esas realidades implicaría incurrir en un miedo paralizante que no permita hacer nada. De hecho, la corrupción es inherente al poder, y no se circunscribe solamente al simple robo de recursos del erario sino también a su mala destinación, a la falta de austeridad, al derroche. Es decir, está íntimamente ligada a la acción de gobernar.
En 2009, un estudio de la Universidad Externado de Colombia estableció en el 12.9 % el valor de las coimas para obtener un contrato. En eso se basó el zar anticorrupción Óscar Ortiz para asegurar que la corrupción se comía 4 billones de pesos al año. Pero se quedó corto porque dicho estudio sólo se refería a los problemas de contratación en las partidas de inversión del Presupuesto Nacional, y no incluía los gastos de funcionamiento —donde hay clientelismo, amiguismo, nóminas paralelas, gastos de representación, viáticos, etc.—, ni los recursos propios de los municipios y departamentos.
Hoy, el presidente de la Cámara Colombiana de Infraestructura, Juan Martín Caicedo, asegura que el valor de las coimas en las regiones es del 14 % y en los municipios, del 15 %. Mientras que el procurador, Fernando Carrillo, calcula que la corrupción en Colombia cuesta entre 20 y 40 billones de pesos, y hay quienes se atreven a afirmar que es mucho más debido a la falta de pertinencia del gasto público.
El actual gobierno encubre, tras el supuesto logro de la “paz”, una oleada de corrupción sin precedentes, y cuenta con el silencio de unos medios que han vendido su independencia llegando a extremos impúdicos de sumisión y autocensura.
Seis billones de pesos se ha gastado esta administración en publicidad y eventos. Eso no incluye la remodelación de la casa privada, los costosos muebles que se adquirieron, los tapetes, las cortinas, las almendras, los pisapapeles de la paz, ni los aviones para altos funcionarios, incluyendo la Primera Dama, que no es funcionaria. Pero eso es calderilla. La compra del Congreso, que originó el término -mermelada-, no tiene precedentes, así como lo ocurrido en Reficar. Apenas dos muestras que explicarían la quiebra del Estado y el creciente nivel de endeudamiento de la era Santos.
Ahora este gobierno pretende pasar de agache en el caso Odebrecht cuando hay notorias irregularidades que deberían tener ya a varios de sus subalternos dando explicaciones en los estrados judiciales. La exministra Cecilia Álvarez concedió sin licitación a la firma brasileña una insólita adición al contrato de la Ruta del Sol por $ 900.000 millones para ejecutar el tramo Ocaña-Gamarra, que inicialmente no estaba contemplado. En Gamarra hay un puerto fluvial concesionado a un hermano de la exministra Gina Parody, quien es pareja de la señora Álvarez, en tanto que su hermano es pareja del secretario privado de la Presidencia. Además, la señora Parody firmó el documento Conpes que aprobó la ejecución de esa obra en reunión del Consejo de Ministros a pesar de su evidente impedimento.
¿Favorecimiento a particulares? ¿Conflicto de intereses? ¿Corrupción? Valga anotar que el señor Parody fue uno de los 15 invitados especiales del escaso cupo que le concedió Buckingham al presidente Santos para cenar con la reina Isabel el pasado mes de noviembre. Eso sí es tener íntima cercanía con el poder, una rosca de un billón de pesos. Por menos, muchos han ido tras las rejas.