Nadie parece conmoverse con las “ejecuciones del presupuesto” apresuradas, suntuarias, erráticas para no dejar esos fondos sometidos a las leyes de garantías.
Muchísimos columnistas de este país, sobre todo los que se pueden identificar claramente como defensores del estado de cosas, andan casi siempre exaltando el orden y la institucionalidad, como si no supieran la perversión a la cual ha llegado el presunto orden que no es más que la continuación de un desorden oprobioso e injusto que se encarga de perpetuar el gobierno de turno, defendiendo e imponiendo la comisión ilegal, la coima y el despilfarro.
Llevamos dos siglos largos viviendo la corrupción monstruosa. Al comienzo de la nación fueron Francisco Antonio Zea y luego Montoya y Arrubla quienes tramitaron empréstitos enormes cuya primera finalidad fue desviada en parte para amortiguar el efecto político de las condiciones en las cuales fueron obtenidos. Y hasta el sol de hoy se siguen tomando medidas unilaterales, no de beneficio común; se aprueban planes de desarrollo que apuntan a favorecer una mayor concentración de la riqueza en manos los mismos que dilapidan oportunidades para la mayoría del pueblo colombiano. Esa defensa del orden y de la institucionalidad se vuelve casi histérica cuando se trata de venerar y exaltar los valores nacionales los cuales se identifican sumariamente exaltando el papel de las fuerzas armadas, tanques, armas, aviones de guerra y toda clase de los dispositivos que han servido históricamente para la dominación de una minoría sobre la mayoría de la población. Los desfiles deberían exaltar a los millones de colombianos que están haciendo patria, maestros, médicos, enfermeras, obreros, trabajadores del campo.
Los estudios de historia de Colombia muestran claramente que las fuerzas armadas han servido siempre y de manera preferente a los dueños del gran capital y a los terratenientes y ese sello de clase ya se ha visto corroborado en momentos de tránsito y de dificultades. No son los militares quienes defienden la libertad de prensa, son los periodistas y los trabajadores de la cultura; no son los militares quienes luchan por la libertad de expresión, son los intelectuales y los escritores independientes; no son los militares, comprometidos con el establecimiento, quienes garantizan los derechos fundamentales, y sí lo son los trabajadores y los estudiantes con sus movilizaciones quienes defienden el acceso al conocimiento y las posibilidades de cambio en la administración de la justicia. Son los millones de colombianos con sus protestas y con sus movilizaciones quienes defienden la nación, los otros la ferian, la dilapidan.
Colombia es una nación extraña dónde las autoridades de las Naciones Unidas son abucheadas e insultadas cuando vienen a hablarnos de paz para el progreso. Somos un país donde millones de desposeídos votan permanentemente por quienes destruyen la nación y arrebatan el futuro a las generaciones que con grandes sacrificios esos millones de trabajadores alimentan y educan precariamente. Nadie parece conmoverse con las “ejecuciones del presupuesto” apresuradas, suntuarias, erráticas para no dejar esos fondos sometidos a las leyes de garantías. Nadie parece estar interesado en revisar la pertinencia de las inversiones y esa indolencia, esa indiferencia es más grave dada la desigualdad en la distribución de los ingresos.
Y por ello mismo hay que resaltar el trabajo honrado, la gestión de tantos trabajadores e impulsores creativos de empresas de cerveza, de café, confecciones, producción agrícola y muchos sectores que son quienes llevan en hombros esta nación esquilmada por una élite indiferente a la paz y amiga de la guerra.