Refinado y plácido, desolado y voraz: el Parque Bolívar es el punto cero, el estómago, el nodo de una Medellín múltiple que muta de rostro en el tiempo. Con ella, él ha transformado su aspecto, sus voces, su forma de habitar, alimentándose de cuanto la ciudad le proporcionase o, por el contrario, le negase.
Lugar de encuentro, sitio de tránsito, plaza con nombre de parque: desde su inauguración en 1892, el Parque Bolívar ha sido el escenario cambiante de placeres, transigencia y abandono. En él, múltiples versiones de Medellín sobrevuelan la catedral, se aposentan en los huecos de sus ladrillos y salen a picotear granos de maíz, fragmentos de historias que arrojan sus habitantes. Aquí, la memoria, dolorosa y alegre, espera testaruda su reconstrucción, pues sabe que este lugar, estómago de la ciudad, se transforma por pulsiones y necesidades propias.
Niños cinéfilos, jugadores empedernidos, prostitutas y guitarreros populares: “Cada uno escogió su propio rincón en ese espacio de todos e hizo de él un lugar para vivir”, recuenta ya desde 1992 Luz María Tobón en un artículo de prensa. Hoy, tras años de ser un espacio flotante para cerca de 7.000 transeúntes diarios, la plaza retoma su memoria, su música, su mercado, y rehacer significados, pues reconoce en el pasado no un motivo de añoranza, sino de identidad.
La Catedral Basílica Metropolitana es considerada hoy Monumento nacional, por lo que cada intervención a su alrededor es mediada por el Ministerio de Cultura.
Brazos cruzados y cabello recogido en una pañoleta blanca, la mujer de semblante duro y delantal amarillo se distingue entre otras cuarenta personas de sombrero en torno a ella. Juntas, sentadas en las escalas del atrio de la Catedral Basílica Metropolitana, parecen emerger de las floraciones amarillas, moradas y blancas en sus carretas. Sin embargo, ella, representada en un archivo fotográfico, parece aguardar con mayor severidad el inicio de la celebración: es 11 de agosto de 1984 en Parque Bolívar, día del Desfile de silleteros número 27 en Medellín.
Hoy, 36 años después de la fotografía y a pesar del sol matutino, sólo unos pocos reposan en las gradas de la Catedral. Ventas ambulantes de duraznos y mandarinas, de copitos de nieve, y de tintos se pasean de extremo a extremo para tentar al paladar. Mientras, entre chapoteos infantiles en la fuente, ritmos musicales de jóvenes con parlantes y exclamaciones de grupos de turistas, la plaza reproduce una familiar tranquilidad; solo interrumpida por las mujeres y travestis a los costados, y la vigilancia de un hombre policía.
Admirado, abandonado e intervenido a través del tiempo, el Parque Bolívar ha sido el punto de partida y explicación de muchas de las dinámicas del Centro de Medellín. Aunque es planeado en 1870 para la clase alta, pasa a ser de acceso público en 1934, permitiendo, según el cronista Reinaldo Spitaletta, la llegada gradual de personajes de otra índole, sin degradar la elegancia del espacio, al menos, hasta los años 60.
La más reciente intervención de la Secretaría de Infraestructura Física de Medellín y la EDU involucró 23.520 m2. de espacio público y $11.246.000 invertidos.
“Es cuando la ciudad sufre una crisis económica, las clases altas migran, aparecen los carteles de narcotráfico y desaparece Guayaquil, que el Centro se convierte en un lugar de alta tensión y pierde su esencia atractiva en cuanto a que era muy organizado y agradable”, expone él.
Así, de cines, heladerías y panaderías, el Parque comienza a ser expresión de rebeldía de sus nuevos habitantes frente al sesgo y hermetismo del conservadurismo de la época. Por lo tanto, surgen locales para mujeres lesbianas, como el Sayonara, y lugares de encuentro para hombres homosexuales, como la Joyería Tahití. Parajes icónicos que, desde 1968, son abandonados por el municipio y perdidos por sus habitantes.
Deterioradas en sus fachadas, a pesar de constituir bienes de interés local, las casonas alrededor del parque buscan ser recuperadas mediante alianzas público-privadas.
De esta forma, hasta hace 10 años, el Parque Bolívar se define en una degradación progresiva mediada por las tímidas intervenciones de una institucionalidad debilitada. Mientras el Teatro Lido es abandonado; la calle Barbacoas, destinada a la prostitución, y los ladrillos de la catedral, raspados para hacer mezclas de bazuco, la Alcaldía procura torpemente hacerse paso mediante alianzas y establecimiento de normas ciudadanas.
“No tenemos memoria histórica y cultural, hay cosas que debimos preservar por su sentido colectivo”, rechaza Reinaldo Spitaletta refiriéndose al patrimonio actual, y reconoce: “Nada vuelve a ser como antes, ya pasó, pero no quiere decir que tenga que ser peor”.
Con una ejecución actual del 95%, la intervención del Parque Bolívar involucra la siembra de jardines y construcción de andenes especiales para el peatón.
“Como ciudad, no le podemos dejar solo la responsabilidad a la infraestructura de resignificar el espacio; debe ser algo integral, una mezcla de temas culturales, ambientales y de seguridad”, reafirma Nicolás Rivillas, subgerente de Diseño e Innovación de la EDU.
La más reciente remodelación del Parque Bolívar comienza en marzo de 2019 y se entrega en diciembre del mismo año con un 95% de avance; sus intenciones: restaurar y potenciar el espacio físico y promover otras formas de habitarlo desde la cultura y seguridad. Así, alrededor de $11.000 millones son invertidos en la gran apuesta de recuperar el mercado de SanAlejo, la retreta dominical y las polémicas futboleras. Además de articular relaciones con los habitantes alrededor de sus prácticas y memoria.
“El ciudadano necesita sentir que el parque es de él y entender por qué es tan importante”, concluye Nicolás Rivillas. “Debemos seguir trabajando con la comunidad, en especial los niños, contar sus historias, cuidarlo y reverdecerlo”.
En comparación al Parque de Berrío, el de Bolívar ha tenido históricamente una mayor convocatoria de personas, consolidándose como el parque más importante de Medellín.
El parque era ese remate de lo que era juniniar: allí, se encontraban la barra de los cocacolos, las señoritas que asistían a los salones de té y los padres miembros del Club Unión.
En 1844, el inglés Tyrrel Moore dona los lotes para la construcción del Parque Bolívar y el barrio Villanueva, por pocos años denominado como Nuevo Londres.
Fotos: Archivo EL MUNDO