Antes de entregar los cargos representativos del Gobierno, Raúl Castro se aseguró de conservar para sí y sus íntimos el poder.
La indiscutible capacidad propagandística de las cabezas de la dictadura cubana ha vuelto a anotarse un triunfo al convertir en esperanza de renovación, al menos generacional, la mascarada, que tuvo como escenario la Asamblea Nacional, de la elección de Miguel Díaz-Canel Bermúdez como presidente del Gobierno y del Consejo de Estado de Cuba, cargo culmen de una extendida carrera burocrática, que otros colegas suyos no lograron culminar al hacerse objeto de la desconfianza de los Castro, y que le concede titularidad y alguna representación, no poder.
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Antes de entregar los cargos representativos del Gobierno, Raúl Castro se aseguró de conservar para sí y sus íntimos el poder, como lo demostró el New York Times. Él permanece al frente de los cargos verdaderamente poderosos, la Secretaría General del partido Comunista, el único del país, y el comando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Y para cuidarse, puso a sus alfiles en cargos clave: su hijo Alejando Castro Espín coordina los peligrosos servicios de inteligencia; su yerno, el general Luis Alberto Rodríguez López-Callejas dirige la adquisición de suministros del Ejército; su nieto Raúl Rodríguez permanece como escolta del hombre fuerte, y la otra nieta, Mariela, goza de curul en la Asamblea Nacional.
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El cerco familiar garantiza a Raúl y su descendencia, como claramente señalaron el aliado Rafael Correa y el contradictor -desde la misma orilla a la izquierda- Luis Almagro, que, así lo quisiera, opción de la que todos dudan, Díaz-Canel no podrá realizar un solo movimiento para transformar un país sumido en la desesperanza que crean la pobreza y la opresión, toleradas, a veces a regañadientes, por las democracias europeas y el gobierno Obama.
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El castrismo, acompañado por panegiristas de aquí y acullá, se solaza proclamando logros excepcionales en desarrollo social. Estos, sin embargo, se pueden poner en duda con suprema facilidad. Algunos porque sencillamente no existen, como ocurre con el Índice multidimensional de pobreza, que es el indicador generalmente aceptado para medir la generación de oportunidades. Otros, porque no resultan tan generosos como pretende el régimen de los Castro, que es el caso de los de salud en los que esa dictadura está en niveles por debajo del promedio, y unos más, como el de cobertura educativa, en el que Cuba está en segundo lugar, porque no son resultado de gestiones eficientes, como ellos reclaman, sino de la inercia de logros alcanzados antes de la Revolución cuando la cobertura educativa superaba el 90%, y del decrecimiento constante de la población que se produce por la emigración, la nula inmigración y la caída de la fecundidad (ver infográfico).
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En 2006, cuando Raúl Castro recibió la delegación del poder de su hermano mayor, y ya enfermo, y en 2008, cuando le fue confirmado por Fidel y la Asamblea Nacional, los ingenuos, junto a los desesperados por colaborar con un régimen en ese momento censurado por el mundo democrático, anunciaron vientos de cambio, al menos en economía. Doce años más tarde, estos no se sienten en un país donde el desempleo real, no el anunciado en estadísticas oficiales, bordea el 35%; el PIB ha retrocedido haciendo pasar al país del segundo al vigésimo lugar en el continente americano, y en el índice de libertad económica, medido por la Fundación Heritage, el país se encuentra en los peores lugares, ocupando el puesto 178.
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El peor indicador del castrismo tras la toma del poder en 1959, hace casi sesenta años, sigue siendo el de respeto por las libertades individuales, por las que no tienen el menor aprecio o respeto, y la garantía de los derechos fundamentales, individuales y colectivos. En la actualidad, de acuerdo con datos de la independiente Comisión cubana de derechos humanos y reconciliación, la dictadura tiene 140 presos políticos, una de las cifras más altas de su historia de ignominias contra la oposición. La infamia sucede por la vocación tiránica de los dinosaurios y por la inocultable tolerancia de dirigentes y gobiernos del mundo que callan ante ella y que, de contera, desde la llegada de Raúl al poder, han hecho a un lado, sin siquiera reunirse con ellos, a grupos disidentes defensores de derechos humanos, como las valientes Damas de Blanco que luchan por la libertad de los presos políticos y en tiempos recientes no han logrado audiencias con la Comisión Europea, Barack Obama o el papa Francisco, que se han privado así de conocer la verdad del que Luis Almagro describe acertadamente como “un régimen autocrático dinástico-familiar”.