Se ve la necesidad de establecer la segunda vuelta para la elección de alcaldes y gobernadores, porque nadie está dispuesto a eliminar la elección popular de esas autoridades
No acostumbro recordar batallas perdidas, de las que llaman “políticamente incorrectas” con el delicioso eufemismo que condena a la impopularidad lo más conveniente, porque exige disciplina, esfuerzo y experiencia, mientras lo ligero, fácil, gregario y complaciente, seduce con fulgurante unanimismo.
Enseñado pues a las perdedoras, cuando Álvaro Gómez Hurtado se transformó en demagogo proponiendo la elección popular de alcaldes y gobernadores, desde una columna de opinión que tenía en El Tiempo empecé mi solitaria oposición a ese despropósito. Pero cuando Carlos Lleras Restrepo, primero, y luego Alfonso López Michelsen, también se opusieron a esa reforma populista y prematura, me consideré entre los vencedores.
Falsa ilusión, porque las fuerzas de todos los clientelismos se impusieron en el Congreso, con el apoyo de Belisario Betancur, otro populista, para descuartizar la unidad nacional, descentralizar el chanchullo, fortalecer los cacicazgos y blindar los podridos feudos electorales.
Contrariamente a las ilusiones de Gómez Hurtado, las elecciones locales en Colombia, en lugar de despertar entusiasmo, interés y amplia participación para vencer la abstención y vigorizar la democracia, son las que menos atraen a los electores. La concurrencia a ellas es mínima, como también sucede en la mayor parte de los países.
En la generalidad de los municipios, entre 5 y 10 candidatos se pelean el voto del 20-25% del censo, de tal manera que muchas veces, con el 7-8% del potencial electoral, quien disponga de más simpatía o de dinero adelantado por buitres, se alza con la Alcaldía…
Dejando de lado la discusión sobre la proverbial impreparación y sobre la conveniencia de reemplazar los programas por las sonrientes caras en infinidad de afiches y vallas, se ve la necesidad de establecer la segunda vuelta para la elección de alcaldes y gobernadores, porque nadie está dispuesto a eliminar la elección popular de esas autoridades. Por allí debería iniciarse la reforma de los gobiernos locales. Con razón Enrique Gómez Hurtado, mucho más aterrizado que su hermano, decía que por desgracia no existe borrador en el Derecho Constitucional Colombiano…
En Bogotá las cosas no van mejor, aunque la candidata gárrula y descobalada puede ganar con apreciable votación, lo que no es propiamente garantía de nada cuando el ungido es tóxico. Pero en las otras grandes ciudades y gobernaciones, en octubre corremos el riesgo de ver pésimas figuras con escasos guarismos ocupando los gobiernos locales.
Todo esto demuestra los efectos perversos de la demagogia democratera que nadie quiere corregir.
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Como Colombia y China tienen intereses diametralmente opuestos en Venezuela, nada más desafortunado que coincidir en el repudio de toda posible intervención militar. Ese comunicado apresurado, imprudente y gratuito, favorece a Maduro (y a China) y debilita al pueblo venezolano en su lucha (y a Colombia).
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Con los “juicios de residencia”, la Corona parece haber sido más eficaz contra la corrupción que la República, desde la negociación de la deuda inglesa con Francisco Antonio Zea, hasta los inocultables sobornos de Odebrecht, si nos atenemos al documentado libro Imperiofobia y leyenda negra (Madrid: Siruela; 2016). Con base en los estudios de Margarita Restrepo Olano, María Elvira Roca Barea nos revela (p. 309):
“En su tiempo se dijo que el famoso virrey Solís decidió entrar en religión antes de que acabara su mandato, no por haber recibido una llamada repentina del Altísimo, ni por arrepentimiento de sus muchos pecados y disipaciones, sino por el miedo que sintió cuando se enteró de que Fernando VI, su amigo y protector, había muerto, y él, por lo tanto, tenía que enfrentarse al juicio de residencia sin la confortable protección real. Fue uno de los juicios más largos y voluminosos de la administración imperial: seis meses de investigaciones e interrogatorios en más de cuarenta ciudades y pueblos, y 20.000 folios de instrucción. La sentencia, del 5 de agosto de 1762, condenó a Solís por 22 cargos, todos relacionados con defraudación y disipación del erario real”.
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Palabras de Julián Marías que parecen escritas hoy para Colombia: “Se intentó contentar a quien sabemos que no se va a contentar. La amabilidad deviene así debilidad. Y la debilidad conduce a la derrota (…) Tampoco es posible convencer con razones jurídicas a quien no esgrime razones jurídicas”.