Lo que vale la pena se consigue con esfuerzo. Lo que resulta como efecto del azar o de las actuaciones de otros por las cuales indirectamente resultamos beneficiados, son apenas ventajas que nos son dadas, no son hechos propios.
Lo que vale la pena se consigue con esfuerzo. Lo que resulta como efecto del azar o de las actuaciones de otros por las cuales indirectamente resultamos beneficiados, son apenas ventajas que nos son dadas, no son hechos propios. En cuanto seres sociales sabemos que nos debemos a los demás, a quienes debemos agradecer y respetar. Esto trasciende el hecho de la relación interpersonal directa y asciende hacia los más remotos vínculos genealógicos de cada quien, los cuales, finalmente, se pierden en la colosal galaxia de la historia de la humanidad al cabo de unas cuantas generaciones. Todos somos beneficiarios de ciencia, tecnología, sociedad y cultura, a lo largo de un edificio construido por siglos y por personas hoy anónimas, pero esencialmente iguales. Una vez alcanzada una “mayoría de edad” es natural y propio de cada ser humano, el compromiso con su propio esfuerzo en el sentido de un mejoramiento que haga más apacible la vida consigo mismo y con los demás seres humanos, en particular, con quienes se comparte de modo cercano nuestra trayectoria biográfica.
Hay que esforzarse por convertir en realidad la cultura del encuentro entre seres humanos, la positiva alternativa ante la cultura del naufragio. En la revista “Escritos UPB” fue publicado un breve artículo del profesor Luis Fernando Fernández Ochoa: “Hacia una cultura del encuentro” (vol. 21 Jul-Dic 2013 No. 47 pp 335-340). En el mismo, de manera breve y didáctica, este profesor y humanista se refiere a la frecuente circunstancia contemporánea de una vida inauténtica, orientada hacia el consumismo, la ausencia de criterios de valor y de compromiso y el vagar errático en medio de la inexistencia de convicciones y certezas. Lo que algunos autores contemporáneos han llamado -con muchos puntos en común- “la vida líquida”, la ideología “light”, la “era del vacío”. Como si la felicidad, en efecto, estuviera finalmente cerca de la caja registradora de los objetos -útiles e inútiles- que compramos, o que dependiera del número de “I like” que aparecen en las redes sociales sobre los auto-retratos, infinitos e idénticos “selfies” que son obra cada uno de ellos de protagonistas y espectadores convencidos de la importancia de su propia imagen en el mundo virtual. Tantos millones que en últimas, solo merecen el olvido pues entre ellos es imposible discernir algo que tenga sentido en un universo saturado de imágenes.
Hay una especie de disolución de la vida genuinamente humana. Ante la presión utilitaria de lo inmediato, parece que nos negáramos a comprender y a practicar -en primera persona del singular- el compromiso exigente e inacabable de esforzarnos por vivir de modo auténtico. En su escrito Fernández Ochoa destaca, en una sucinta pero aclaradora comparación estos hechos: en la cultura del naufragio prevalecen: consumismo, egoísmo, insolidaridad, frivolidad, incapacidad de compromiso, confusión, ruido, presiones externas. En la cultura del encuentro en cambio hacemos posible el vivir equilibrado, la lectura, el espacio para la contemplación, el silencio, la conversación, la amistad. Con ello generamos tierra fértil para la humanización y la realidad de la justicia.
Esta columna les desea a todos una Feliz Navidad. Que la sencilla y milagrosa belleza del hecho histórico que recordamos con las inocentes imágenes del pesebre sea ocasión para que los espíritus de todos -especialmente en el entorno de la familia más cercana- compartan momentos fértiles y alegres en los que se de en efecto la cultura del encuentro. Finalmente, recordemos también que el ser humano es un ser para el encuentro, capaz de amar, de corregir, de creer y esperar. ¡Felicidades!