Por el corazón del Centro en un carrito blanco pasó un hombre tan bueno y sonriente que puso a esperar a miles, y a esos miles los hizo felices en esos escasos segundos que lo vieron antes de que la calle volviera a la normalidad.
Doña Patricia bebe agua y le da un mordisco a un pastel de pollo. Son las 2:38 de la tarde y es la cuarta botella de agua de la espera y el segundo pastelito después del almuerzo.
Doña Patricia y sus hijas están siempre en todas partes y en ninguna en especial. Pero en este momento están ahí al borde de la calle mirando de frente a la iglesia de San José y cerca de una panadería que desde temprano las aprovisionó de lo necesario para ver a Francisco pasando por el Centro.
Hay gente por todos lados, nada raro en el Centro. Pero a diferencia de siempre la gente no parece tener prisa ni un lugar a donde ir. Simplemente se dejan estar.
En las aceras, en ambos costados, hay vendedores de todo lo vendible. Los perros andan indiferentes y los árboles se escurren el agua pacientemente.
Cuatro horas sentadas en la Oriental y tres días en Medellín fue el paréntesis de doña Patricia y sus hijas antes de volver a una y otra parte donde la familia vuelve a ser un grupo de Whatsapp, una conversación lejana y un cuándo será diciembre. Son las 2:57 de la tarde. Las manos de Amanda se juntan y sudan y se emocionan entrelazadas con las manos de doña Patricia, manos que se mueven de nervios y de otra cosa que no son nervios.
En el parque de San Antonio hay tres mujeres y dos hombres subidos en una escultura que miran sin mirar. Tres palomas picotean basura en el piso y miran. Dos policías pasan en moto por la calle a sus anchas y miran para los lados. Desde el helicóptero que sobrevuela a esa hora seguro también alguien mira.
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Los ladrones caminan en tregua, dos camisas con la cara del papa distorsionada se venden por 10 mil pesos y Fernando Burbano desde hace rato canta que es un príncipe a su modo en un parlante indiscreto al lado de una pantalla gigante que muestra el papa móvil bajando cerca de donde alguna vez hubo una quebrada al aire libre. Son las 3:32 de la tarde.
Ana, (Ana a secas para no “boleterse”), tiene asegurada en su mano derecha desde hace rato una pequeña camándula negra de esas que obsequian cuando se hace la primera comunión. Con la otra mano sirve una cerveza con agilidad de oficio. Trabaja en uno de los negocios del parque de San Antonio que parecen todos los mismos salvo por el nombre.
“A mi es que sí me da un poquito de cosa; sí me hubiera gustado ir a la misa o esperarlo pasar sentada tranquila, porque además soy muy devota desde chiquita que mi mamá me enseñó. Y yo todo se lo encomiendo a diosito. Pero pues me toca trabajar, pero mientras espero pa´ verlo pasar por aquí ahoritica me rezo algún Padre Nuestro mientras trabajo ¿Por que qué hacemos?”, dice Ana, ojos alegres, alta, ropa colorida, atendiendo a los que esperan tener una cervecita en mano debidamente fría para el bochorno o para lo que sea mientras aparece el pontífice.
Son las 3:43 de la tarde y Francisco acaba de pasar feliz y raudo por la Alpujarra rumbo a su encuentro en la Macarena. Miguel lo vio de refilón subido en un murito de la Biblioteca de EPM pero a Luis David un árbol y un ramillete de globos le impidió ver el rostro del papa. Ni modo. Será otro día “o en otra vida”, dice Luis David sonriendo resignado mientras recibe un abrazo de Miguel como cuando se consuela a un niño que perdió un juguete. Solo que Luis David no es un niño sino la pareja de Miguel desde hace 10 años. “Es un bonachón el papa, ese es el que nos ha dado ganas de volver a misa de vez en cuando”, dice Miguel. Se marchan conversando y se pierden por el Parque de las Luces.
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En todo su recorrido entre el Hogar San José y la Macarena, nadie alcanzó a ver a Francisco por más de un minuto (la mayoría mucho menos que eso), Muchos estaban allí desde la mañana de ayer. Horas de espera a cambio de unos segundos de Francisco en los ojos. Inmejorable trato.
De vuelta a la normalidad, la espiritualidad en el aire comienza a diluirse en la medida que las vallas empiezan a desaparecer y la Oriental vuelve a ser la misma; la multitud se disipa, entran en acción los eficientes trabajadores del aseo público y los parlantes en San Antonio vuelven a gruñir guascas y vallenatos.
De subida ya no está doña Patricia pero seguro cumplió con su promesa de no pedir al paso del papa curas definitivas pero sí alivios, consuelos y más excusas para juntarse con sus hijas.
La que sí está es Ana que ya soltó la camándula y sirve cerveza a dos manos con la misma sonrisa. Un vendedor tardío en la Avenida la Playa intenta salir de una bolsa de confites ofreciéndolos como “los babeados del papa”. La lluvia ya se fue, al igual que la espera y también Francisco.
En el aire no queda mucho; lo que sea que haya quedado va en la gente, va dentro, en alguna parte. Esa es la la esperanza. Son las 3:58 de la tarde.