De la minería formal siempre se dice que cuida el entorno y mitiga los impactos ambientales. Pero pocas veces se destacan las buenas prácticas que, con importantes inversiones en tecnología y capacitación, hacen que las minas legales sean cada vez lugares más seguros.
Sentados sobre un banco de madera, un grupo de hombres espera su turno para ingresar a la mina El Silencio, en el municipio de Segovia, en el Nordeste antioqueño. Algunos llevan overol de color azul, otros de gris y algunos más de caqui que tienen la apariencia de ser los más nuevos. Todos los trajes tienen cintas reflectivas plateadas. Entre unos y otros se ven algunos vestidos de rojo. Ellos también trabajan dentro de la mina, pero su prioridad no es el oro; en caso de una emergencia, su misión es salvar las vidas de sus compañeros. Son los integrantes del grupo de socorristas.
El salón de espera, al que se llega después de haber registrado el ingreso y haber dejado un documento de identidad en la puerta, es de paredes blancas, con zócalos de un azul encendido y un techo cubierto de tela negra, como para empezar a familiarizarse con el interior del socavón. Parece un lugar estrecho, del tamaño de un consultorio médico, que comparado con el interior de la mina, resulta espacioso.
Los treinta trabajadores que esperan hablan animadamente. Hay diversidad de acentos: el costeño manda, pero también los hay del interior. Los lugareños, paradójicamente, no parecen tantos. Y bajo los cascos, cada uno dotado de una lámpara, se ven fisonomías variadas, rostros delgados, caras jóvenes, pieles morenas y trigueñas; la mirada de la experiencia y la de quienes se inician en estas lides.
Las botas amarillas de caucho, anchas y pesadas, son tal vez, la única prenda que todos llevan por igual. En el cuello sostienen gafas, máscaras de aire y protectores de oídos, y en el cinturón cargan una caja plateada de unos dos kilos de peso llamada autorrescatador que, en caso de una emergencia por aire viciado, le da al portador 45 minutos de oxígeno para ponerse a salvo. En los bolsillos la mayoría lleva agua para hidratarse y algunos pocos, entre ellos los de rojo, cargan un equipo para medir los gases presentes en la atmósfera de la mina. Su alarma intermitente y aguda es, con seguridad, el último sonido que aquellos hombres quieren escuchar.
Y como si todo lo que portan pensando en su seguridad fuera poca cosa, cada minero cumple sin falta un ritual antes de irse socavón adentro: santiguarse frente a la imagen de la virgen del Carmen, patrona de los mineros, cuyo rostro sonrosado, el niño Jesús en el brazo izquierdo y un rosario en la mano derecha, es lo último que se ve cuando el skip, al que los trabajadores llaman “la marrana”, empieza a internarse en la montaña.
La mina El Silencio es una de la tres que opera la firma Gran Colombia Gold en ese territorio. Las otras dos son Providencia y Sandra K. El Silencio es, según cuentan viejos habitantes de Remedios y Segovia y los jubilados de la Frontino Gold Mines, anterior propietaria del título, la mina más antigua del país operada de manera tecnificada. Su historia data de 1852, cuando colonos ingleses y norteamericanos se establecieron en la zona de Remedios y trajeron por vía fluvial y a lomo de mula, las primeras máquinas a vapor para las labores mineras, abrieron el correo e instalaron un telégrafo. La parroquia llegó trece años más tarde, cuando ya los campamentos empezaban a darle forma al futuro municipio.
“Segovia no existía, cuando llegaron los ingleses montaron la mina primero y luego empezaron a construir las casas, que eran como el campamento de la empresa. Ese fue el inicio del pueblo”, relata Reinel Zapata, pensionado de la Frontino Gold Mines, quien pese a que las canas le asoman bajo el casco, sigue trabajando porque “los mineros nunca dejamos de ser mineros”.
Después de tantos años de explotación, el fondo de la mina está a 900 metros de profundidad, exactamente la altura del Burj Khalifa, el edificio más alto del mundo en la actualidad, en Dubai. O para usar referentes más cercanos, en esa altura cabe cuatro veces y media la torre Colpatria de Bogotá o cinco veces el edificio Coltejer de Medellín, uno encima de otro. Son 45 niveles de los cuales hay frentes de trabajo activos desde el nivel 22, a más de 450 metros de profundidad, donde los termómetros marcan 28 grados centígrados, pero la humedad relativa del 90 por ciento y la falta de viento, hace que la sensación térmica sea superior a los 30 grados. En tales condiciones laboran más de 1.500 trabajadores en la que es, hoy por hoy, la mina más segura del país.
A las 9:30 de la mañana del martes 20 de marzo, un deslizamiento de tierra dejó atrapados a diez mineros en el corregimiento San Antonio, en el municipio de Santander de Quilichao, en el norte del Cauca. El equipo de salvamento minero rescató a los sobrevivientes y recuperó los cadáveres de dos personas. Lo ocurrido se suma a las trece emergencias que, hasta el 28 de febrero pasado, estaban registradas por la Agencia Nacional de Minería en lo corrido del año, y los decesos, a las diez fatalidades de las que se tenía noticia terminado el segundo mes del año. En catorce años, desde 2005 hasta lo corrido de 2018, 1.283 personas han muerto en 1.073 accidentes mineros, la mayoría de los cuales se han presentado en Antioquia y Boyacá.
Catalina Gheorge se desempeña como gerente de Salvamento Minero de la Agencia Nacional de Minería y tiene la capacidad de reconocer que es imposible asegurar que todas las emergencias y todos los decesos en minas en Colombia estén registrados. La razón es sencilla: la falta de información de lo que ocurre en las extracciones ilegales.
“El subregistro se ha reducido porque ahora tenemos más socorredores mineros. Y ellos hacen parte de los vigías de seguridad que están reportando esas situaciones que requieren la intervención del cuerpo de salvamento minero”, relata sin dejar de aclarar que dicha intervención ocurre cuando hay vidas humanas en peligro. No estamos hablando de resfriados ni raspones.
Lo paradójico es que, al revisar en qué clase de minas se presentaron los accidentes en estos catorce años, se encuentra que el 72 por ciento tuvieron lugar en minas legales, un dato que podría resultar escandaloso si no se tuviera en cuenta que son las minas formalmente constituidas las únicas de las cuales se tienen datos confiables. De los entables ilegales a veces las autoridades ni siquiera saben dónde están. Ahora bien, si el subregistro que la gerente Catalina Gheorge estima entre 20 y 40 por ciento, viene a la baja, ello explicaría que 2016 y 2017 hayan sido los años con más accidentes reportados, con 114 y 113 respectivamente, mientras 2010 registró 173 fatalidades, una cifra afectada por la tragedia de Carbones San Fernando, en Amagá, donde perdieron la vida 73 mineros. En 2017 se presentaron 136, siendo los accidentes de Cucunubá, en Cundinamarca, que dejó trece muertos, y el de Corrales, en Boyacá, que dejó ocho, los más significativos, ambos causados por acumulación de gases.
La estadística también muestra que la minería de Carbón entraña un riesgo mayor. El 78 por ciento de los accidentes registrados ocurrieron mientras se extraía este combustible, frente a un 18 por ciento de minería de oro. Esto se explica en que el carbón es un combustible y si no se gestiona adecuadamente el riesgo, es mucho mayor el peligro de un incendio o una explosión.
“También hay un mayor riesgo de derrumbes puesto que resulta que la roca asociada al oro es más competente, normalmente no es frágil, por decirlo en términos coloquiales, es más dura”, explica la gerente de Salvamento Minero, no sin antes aclarar que esos mismos riesgos ya han sido resueltos en otros países y, por ende, lo que se necesita es “invertir un poco más de recursos para hacer mejor las cosas”.
Caídas, derrumbes, contacto con fluido eléctrico, explosiones, incorrecta manipulación de herramientas mecánicas, inestabilidad de taludes, incendios, inundaciones y atmósferas viciadas son todas las posibles causas de accidente en una mina. Todas ellas están contempladas dentro del marco jurídico creado por el decreto 1886 de 2015, mediante el cual el Gobierno Nacional trazó los parámetros de salud, seguridad y ambiente para el ejercicio de la minería responsable. La que Walter Monsalve, un joven segoviano hijo de minero y quien con 22 años de vida dice no tenerle miedo al socavón, prefiere llamar “minería sin sangre”.
Óscar Eduardo Tobón Cárdenas lleva siete años vinculado a Gran Colombia Gold. Es el mismo tiempo que hace que esta multinacional asumió el título de la antigua Frontino Gold Mines. Actualmente es el jefe de salud ocupacional. En estos años conviviendo con los mineros del Nordeste antioqueño no duda en señalar que lo más difícil de su trabajo fue combatir la cultura de la informalidad.
“Acá y en cualquier zona minera hay una creencia y es que el minero que no consume licor no saca oro”, cuenta. Él hizo parte de la estrategia mediante la cual la empresa de capital canadiense logró cambios profundos en esa idea y en otra no menos problemática: la de la verraquera del minero, traducida en algo así como “yo soy capaz de trabajar sin ninguna protección”.
De estatura media y una barba y un bigote inusuales en las minas, Tobón Cárdenas llevó su memoria hasta la mañana de un miércoles de 2012. Ese día, sin previo aviso, la empresa hizo las primeras pruebas de alcoholemia. Salieron 47 positivos. Cuarenta y siete un miércoles. Desde su cargo, Óscar Eduardo no vio a 47 indisciplinados sino a 47 seres humanos expuestos a accidentarse. Desde días atrás una campaña de sensibilización estaba en marcha. Mineros que se habían accidentado o habían perdido algún familiar, hablaban con los nuevos, con los jóvenes o con sus pares veteranos para hacerlos cambiar sus creencias. Luego vinieron los folletos, las carteleras y otros modos de sensibilización que las pruebas de alcoholemia y los comparendos pedagógicos vinieron a reforzar. Hoy día, relata, no falta el positivo. Pero ya las sanciones son disciplinarias.
Otro mito famoso, aunque de ese poco se sabe cómo fue cambiando, era el de las mujeres. Reinel Zapata recuerda que años atrás ellas no podían entrar a las minas. Que cada vez que una mujer entraba a un socavón había un accidente. Y, al mejor estilo de un cuento de García Márquez, al final lo que ocurría era que, al ver a una mujer, los mineros se espantaban y corrían. Accidentarse era inevitable. Hoy, sin embargo, hay mujeres en todas las labores mineras.
Pero estas campañas y controles no son suficientes para garantizar la seguridad en una mina. Mucho menos si el concepto de minería bien hecha, que tanto han promovido la Asociación Colombiana de Minería, la Agencia Nacional de Minería, el ministerio de Minas y Energía y las propias empresas mineras, se fundamenta en el hecho de que la seguridad es el factor diferencial entre la minería legal y la extracción ilegal. En la primera, la vida humana vale más que el oro o el carbón. En la segunda no.
“El concepto de Minería Bien Hecha recoge varios aspectos que definen la minería legal y sostenible en el país. La seguridad de los trabajadores ocupa, sin duda, el primer lugar dentro de estos aspectos y en ella se desarrollan todos los factores de seguridad ocupacional que incluyen temas de salud, seguridad y ambiente”, sostiene Santiago Ángel Urdinola, presidente de la Asociación Colombiana de Minería, para quien, mediante las buenas prácticas, se busca tanto la aplicación de la normatividad como “la implementación de programas que se preocupan por incidir de manera positiva en el bienestar de los trabajadores más allá de la jornada laboral”, y la inversión de recursos en la aplicación de tecnología de punta para reaccionar en casos de emergencia.
En la entrada a El Silencio, Reinel Zapata habla de la seguridad como algo que conoce de toda la vida. De hecho defiende a la “pequeña minería”, un eufemismo para referirse a los mineros que se autodenominan ancestrales, a los informales y a los propios ilegales, explicando que siempre tienen “su casco y su lámpara, como mínimo”. Lo que sí reconoce de manera abierta es que “ahora la tecnología ayuda más”.
Carlos Blandón, bombero por vocación e ingeniero de seguridad industrial por formación, es un obsesionado por la prevención. Pocos como él tienen un extintor en la cocina de su casa, por ejemplo. Nacido en Pereira, tuvo su primera experiencia con el sector extractivo en Ecopetrol y ahora está al frente de la brigada de emergencias de Gran Colombia Gold, a la que ha llevado a ser el punto de referencia en cuanto a seguridad minera en el país.
A su llegada a la empresa se encontró con una cifra escalofriante para cualquier empleador: 14.000 días laborales perdidos por incapacidades. En una población de 1.700 personas, esto equivalía a que cada empleado estuvo incapacitado cuatro días y medio al año. En 2017 esa cifra se redujo hasta los 997 días perdidos y cero fatalidades. Para lograrlo, Gran Colombia Gold tomó una decisión sencilla de decir y difícil de ejecutar: invertir dinero. Hoy día, sus minas en el Nordeste antioqueño son las únicas del país que cuentan con refugios certificados. Pero el refugio, que puede salvar vidas tal como ocurrió con los 33 chilenos atrapados en 2010 en la mina San José, en Copiapó, fue el punto de llegada de un plan de seguridad mucho más ambicioso.
“Empezamos por hacer un cambio de condiciones inseguras antes de llegar a los refugios”, empieza a relatar.
El case inicial fue de diez millones de dólares para ejecutar varias tareas: poner a punto la infraestructura eléctrica (precisamente, la última fatalidad ocurrió en Providencia, cuando un hombre resbaló y se agarró de lo primero que encontró: un cable sin aislamiento), adecuar las salas de espera del skip, que ahora tienen sillas y son relativamente espaciosas; se le hizo mantenimiento al propio skip para mantener a salvo las 30 vidas que moviliza en cada viaje, y se adelantaron obras, prácticamente desde cero, en ventilación, mitigación de riesgos de caídas e iluminación. En el pasado quedó la oscuridad absoluta del socavón, rota apenas por el rayo de las linternas. Cada acción estuvo bajo los parámetros de la normatividad y con la respectiva certificación por parte de la Agencia Nacional de Minería.
En este punto, la empresa decidió acometer la tarea de los refugios por iniciativa de sus inversionistas y, más tarde, por exigencia del decreto 1886 de 2015, que obliga a todas las empresas que practiquen la minería subterránea a construirlos.
El refugio de la mina El Silencio fue el primero en ser inaugurado, en octubre pasado. Los refugios de Providencia y Sandra K estuvieron listos más recientemente. El acceso rompe el monótono y gris paisaje minero por su color blanco. La primera puerta conduce a una exclusa donde otra, de cierre hermético, da acceso al refugio como tal. El propósito de la exclusa es evitar que el aire contaminado entre.
El refugio es una sala del tamaño de un aula escolar, con piso en baldosa blanco, muros en concreto lanzado blancos cuya textura corrugada genera una sensación amable. Los compartimentos que guardan alimentos, agua, juegos de mesa, colchonetas y luces de repuesto también son de color blanco, así como las luces y las sesenta sillas Rimax que, puestas en pilas contra el fondo del salón, se han usado, hasta ahora en las visitas de autoridades, periodistas y empleados, con quienes el espacio se ha usado como sala de capacitación.
El recinto es cerrado herméticamente, de hecho allí no entra aire sino que circula oxígeno medicinal suministrado por ductos de aire. Está diseñado para que 60 personas pasen 72 horas, por lo que la dotación también incluye un baño químico. En las paredes están regados diversos mensajes que invitan al optimismo y la tranquilidad. Por cierto, una persona relajada consume menos oxigeno que una estresada.
“Este es el lugar más seguro de la mina”, dice Carlos Blandón quien no puede ocultar su emoción al hablar de lo que se ha hecho: “Para nosotros fue un honor ser los primeros en tener tres refugios”.
Como aprendizaje de lo ocurrido en Chile, este refugio está georreferenciado en el exterior. Si hay que rescatar personas, la brigada de emergencias ya sabe por dónde cavar.
“Todos los trabajadores fueron capacitados para usarlo; además la tecnología es simple, hay señalización paso a paso de qué hacer y se han hecho simulacros”, explica el ingeniero.
Pero el refugio tampoco fue un punto de llegada. El nuevo escenario que se planteaba era: ¿cómo sacar a los mineros del refugio en el peor escenario posible?
“La brigada de emergencias surge de la necesidad de contar con personas preparadas y equipos necesarios para poder entrar a recuperar a los mineros, ya sea en el refugio o atrapados en algún otro punto de la mina”, sigue explicando Carlos Blandón. Dicho de otra forma, gente equipada para levantar rocas, para abrir espacios, para descender más de 430 metros en línea recta y sumergirse en un ambiente sin oxígeno. Y todavía más: gente capaz de entrar a una cueva inundada.
“En Colombia no hay rescatistas acuáticos subterráneos, queremos que esta sea la primera brigada en Colombia que haga rescate acuático. Este año lo vamos a hacer realidad”, declara con plena convicción. Para ello tiene el apoyo de la empresa, aunque paradójicamente en Colombia la entidad responsable de certificar a los socorredores mineros, que es la Agencia Nacional de Minería, desestima esa posibilidad.
“Esa es una modalidad que el cuerpo internacional de rescate minero no ha considerado, pues un ambiente subterráneo inundado no es lo mismo que un rescate en río o al aire libre. Hay mucho riesgo de derrumbe. Se debe mirar con mucho cuidado porque no se puede comprometer la seguridad de un socorredor”, dice con tono serio Catalina Gheorge, gerente de Salvamento Minero. En resumen: el rescate subacuático no está en las competencias del rescate minero.
Un principio de la acción preventiva es evitar los riesgos y evaluar todas las circunstancias en las cuales un riesgo se pueda presentar. Así las cosas, el éxito de un cuerpo de emergencias no podría medirse por las tragedias atendidas sino por las evitadas. Bajo ese parámetro, que el equipo de Gran Colombia Gold no se haya usado aún en sus propias instalaciones, habla muy bien de sus prácticas. Pero habla mejor saber que sí se ha usado para atender contingencias en minas ilegales de la región, sin estar obligados.
“En estricto modo no están obligados, no hay ninguna ley que los obligue”, aclara la gerente de salvamento minero. “Pero lo hacen por un tema humanitario. Ellos son mineros y saben que si hay otro minero comprometido lo deben ayudar. Es un gesto muy importante de las empresas, de apoyar a la gente y a la Agencia en esas minas”, añade.
Concretamente son ocho los casos que esta brigada ha atendido en el Nordeste de Antioquia. En casos tan complejos como el rescate de siete mineros atrapados en Remedios, en febrero pasado, hasta el transporte en ambulancia de una persona lesionada en un accidente de tránsito.
“No tenemos ninguna directriz de no ayudar a una persona. Lo que haya que hacer lo hemos hecho. Aplicamos el principio humanitario. Nosotros no preguntamos cuál es la condición de la mina. Lo único que necesitamos es ser requeridos por la Agencia (Nacional de Minería)”, enfatiza el ingeniero Blandón.
Esta vocación de servicio ha calado en la población, y los brigadistas se han convertido en ejemplo, tanto que hasta los mineros informales o ilegales ya se ven con uniformes reflectivos.
“Todo el equipo es de voluntarios, primero les tiene que nacer, tienen que ser capaces de soportar sangre, en minería debemos estar preparados para el peor escenario: desmembrados, fallecidos, sangre. Para entrar a una mina cuando todo el mundo está saliendo se necesita de una conciencia. Por eso este equipo tiene también un trabajo mental fuerte”, dice Carlos Blandón, para quien cada socorrista es un embajador de la seguridad dentro de la mina.
En todo el país, según datos de la Agencia Nacional de Minería, hay nueve estaciones de salvamento minero. De ellas, en Antioquia hay dos: una en Amagá y un punto de apoyo en Remedios. De hecho Antioquia es el único departamento de Colombia que tiene dos sedes de salvamento minero.
Las sedes tienen dos objetivos, explica Catalina Gheorge. El primero es formar a los socorredores de salvamento minero, el segundo es atender las emergencias que se presenten.
“Este año nuestro programa espera formar 1.600 personas en todo el país; se trata de entrenamientos en competencias de rescate minero que los hacen competentes para gestionar los riesgos y para intervenir en el momento en que haya una situación de emergencia”, relata la funcionaria, quien no deja de recordar que la Agencia es la “única entidad habilitada en el país para formar socorredores mineros”.
Un curso de socorredor minero está valorado, por persona, en doce millones de pesos, pero la Agencia no cobra por esa formación.
Sobre el segundo objetivo, la Agencia “lidera la acción de salvamento, pero el primer responsable tiene que ser siempre el titular minero”.
“También intervenimos cuando hay minería ilegal, pues finalmente son seres humanos que fueron afectados y por una labor humanitaria nos corresponde hacer todo lo que sea necesario para ayudarles”, dice.
Franck Blandón, el jefe de los brigadistas de Gran Colombia Gold, tiene una frase demoledora: “una mina que no pueda invertir en seguridad, no puede operar”. Infortunadamente, ese principio que su compañía ha aplicado, no es generalizado en el país, pese a que un decreto así lo ordena.
Según la norma, el 30% de los trabajadores de una mina deben ser brigadistas, cuya función es la de prevenir accidentes. “Solo con eso, con la prevención, se reduciría la accidentalidad”, recalca la gerente de Salvamento Minero, Catalina Gheorge.
“Pero hay quienes dicen que los exámenes son costosos o que duran mucho tiempo los cursos”, se lamenta la funcionaria. Y en ello coincide con el ingeniero Carlos Blandón: “En Colombia es muy pobre la cultura de la seguridad, vemos la seguridad como un costo hasta que no hay una fatalidad. Es una seguridad reactiva, se hacen las cosas después de que pasan los problemas”.
“Falta compromiso a los titulares mineros de Colombia en implementar el decreto de seguridad minera, que es muy exigente en temas de ventilación y sostenimiento”, se lamenta Catalina Gheorge.
Y no puede ser de otra manera, porque si una mina no tiene diseñado un plan de ventilación adecuada, por ejemplo, no se pueden controlar los gases ni evitar que haya explosiones.
“Falta más compromiso, de lo contrario no tendríamos las tragedias que seguimos teniendo hasta la fecha. Todavía hay irresponsabilidad con respecto a gestionar de manera adecuada los riesgos”, insiste.
Frente a estas afirmaciones surge una pregunta: ¿por qué, si el Decreto 1886 de 2015 daba un año para que todas las empresas lo tuvieran implementado, hoy quedan compañías que no lo cumplen? ¿Cuántas vidas más tendrán que perderse? La Agencia Nacional de Minería tiene la palabra.