Esta especie de regla moral para la acción política es mucho más evidente en los políticos extremistas que suelen llevar hasta la irritación las condiciones críticas de anormalidad.
Todos los políticos sin distinción de credo, nacionalidad o etnia, hacen de la máxima “mientras más pior, mejor” una moral no confesa que no por disimulada e hipócrita es menos evidente. Esto tiene su explicación en el hecho, bastante patético, de que aquellos que “viven” vergonzantemente la “enfermedad del poder”, como el avaro que vive la enfermedad de la riqueza o el enamorado que vive la enfermedad del amor o el lascivo que vive la enfermedad de la carne, están en continuo estado de frenesí, apasionamiento y exaltación del ánimo. Siendo el acceso al poder y su sostenimiento el principio y el fin de su vida y el de la política, sienten y piensan que ese estado de agitación política es algo natural y por tanto moralmente correcto.
Aunque algunos -muy pocos- racionalizan esta naturaleza y la objetivan, la mayoría -la inmensa mayoría- la viven instintivamente como si hicieran eco de una grosera interpretación de la frase de Aristóteles según la cual el hombre es un animal político. Frase a la cual no se le agregaría nuevo sentido si se intercambiaran sustantivo y adjetivo, porque al fin y al cabo esta grave distorsión del original aristotelismo solo significa que para un buen político -no para un político bueno- el conocimiento y por tanto la verdad, estorba a la voluntad de poder. En consecuencia con este retorcido logicismo con pretensión epistemológica, es reemplazable el conocimiento de la política por una cualidad natural, algo animalesca, como la astucia que se cultiva con esmero mediante zorrerías, ardides, artimañas, tretas, triquiñuelas, picardías, marrullerías, malabarismos, engaños y disimulos, convirtiendo la política en arte y artificio en contra de la versión según la cual la política es ciencia y conocimiento sobre el gobierno de la sociedad.
Y allí donde al poder político se accede mediante elecciones, los políticos viven la vida como si fuera una eterna jornada electoral. Noche y día, en sueño o en vigilia, preparan las elecciones de ahora y las próximas sobre las de antes, con tal despliegue de la voluntad de poder y tan prolijo y minucioso arte que hasta el sueño está calculado para que produzca réditos electorales. No es, pues, una exageración aquello de que un político en trance, como suele estarlo normalmente, piensa en asuntos como el control de la natalidad por el impacto que pudiera tener sobre el censo electoral calculando que un nuevo bebé es un voto en potencia.
No es casual que los políticos, que viven su vida normal como una insomne jornada electoral, a su vez vivan de las crisis reales o fingidas, naturales o artificiales, pequeñas o grandes. De hecho, las exageran si no son suficientemente agónicas o las inventan si no existen y escogen selectivamente solo aquellas que son electoralmente productivas. Por eso los políticos suelen ser agónicos, ansiosos y no pocas veces histéricos, aunque escondan su estado de agitación continua detrás de esa clase de estoicismo que tiene al cinismo por concubino sin derechos.
Esta especie de regla moral para la acción política es mucho más evidente en los políticos extremistas que suelen llevar hasta la irritación las condiciones críticas de anormalidad. Así, por ejemplo, el recurso a todas las clases de terrorismo, al miedo, al pesimismo derrotista o al optimismo fatuo son estrategias en las que se pone en práctica esa máxima moral.