De pronto, casi sin notarlo, aparece el todopoderoso mar de Santa Marta, con su eterno cómplice el sol que despliega su poder de luz y calor, para completar esa sensación placentera de que a pesar de todo la esencia sigue intacta.
Mantener siempre presente el origen de las cosas, los elementos, las circunstancias y las vivencias que a través del tiempo han ido conformando la propia personalidad, es menester para la madurez del alma que conserva los amores, desamores, afinidades y hasta manías, para entenderse como ser complejo, para entender los miedos y superarlos. Y no se trata de olvidar: por el contrario, es teniendo siempre presente lo bueno y lo malo, lo que produce orgullo y lo que produce arrepentimiento o vergüenza, los recuerdos dulces y los menos agradables, como se puede desplegar el alma a la hora del balance.
Reencontrarse con las viejas calles de esa ciudad amada a la hora en que despunta el día, con la caricia de la brisa casi helada de enero, hurgando los pliegues del cerebro para precisar donde vivía el uno o el otros de los compañeros y amigos de esa infancia que se muestra lejana y cercana al mismo tiempo, es una de las sensaciones más sublimes de la vida. Y en el recorrido, de pronto, se repara en nunca haber reparado en una casa concreta, en su estilo arquitectónico y en lo que representa para la historia, porque la ocupación en la cháchara con los amigos o la costumbre de verla ahí, lo han impedido.
Andando y desandando el camino de la escuela y el colegio, ahora la nostalgia invade el ejercicio; se mira uno en ese despreocupado viaje en que no se imaginaba que los amigos de entonces dejarían por décadas de ser visibles y que la vida nos traería vicisitudes enormes y alegrías desbordantes en entornos distintos, con actores diferentes. De pronto, casi sin notarlo, aparece el todopoderoso mar de Santa Marta, con su eterno cómplice el sol que despliega su poder de luz y calor, para completar esa sensación placentera de que a pesar de todo la esencia sigue intacta.
No es la misma ciudad. La de ahora ha sufrido la transformación propia de las antiguas urbes que pretenden conservar los centros históricos que nadie habita, para lo cual hay que cambiar la vocación de uso. La ciudad original, en la que vivía todo el mundo, la que se mantuvo alejada del bullicio del turismo, fue cediendo imperceptiblemente a su nuevo destino, convirtiéndola en una maqueta en la que solo los frontis siguen siendo auténticos. Es la realidad de lo nuevo que solo se nota cuando, sin compañía alguna, se pretende hacer un recorrido para darle una oportunidad a los recuerdos, antes de que desaparezcan para siempre.
Aun la belleza edulcorada de la hacienda que sirvió de mortaja al Libertador funge de marco a la nostalgia. Alguien se ha tomado el trabajo de volverla un resumen de la vida de la época en la ciudad dos veces santa. Se ha vuelto un santuario la Quinta. En los alrededores ya no hay muchachos atacando los palos de mango y se respira un sobrecogedor respeto por la historia. Pero hay algo que no cambia, que no ha sido restaurado, que es el talante de la gente. No hay que preocuparse si un desconocido ofrece ayuda, si pretende guiar, u ofrece hospedaje o simple conversación. Eso somos los samarios y lo seremos siempre.
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