La presencia del pontífice en el escenario fue calculada con ese propósito: coronar y legitimar las gestiones dilatorias, probablemente remuneradas, del expremier español
No recuerdo en la vida espectáculo semejante al que ofrece Venezuela, país otrora envidiado, autosuficiente, relativamente estable, que hoy se desmorona por sí solo sin ser agredido, o bloqueado desde afuera, como lo fue Cuba tras la caída de Batista, cuando rompió con los gringos. Las causas o motivos más recientes de la crisis letal, escalofriante, que hoy afecta a nuestros vecinos datan de hace dos años, cuando en Maduro se dio el milagro de una sobrevivencia, cuya estabilización y alargamiento no se previeron. Dicho milagro tuvo dos autores sucesivos: Rodríguez Zapatero, el primero, que inició la consabida y fatídica mediación internacional, esta vez en medio de una reyerta que ya cubría a todo el país y en la que el chavismo ponía las balas y la oposición los muertos. Y su segundo, decisivo autor, cuyos consejos nadie en la ancha cristiandad se atreve a desoír, y que completó la obra de Rodríguez, fue el Papa Francisco. A quien llevaron a Caracas no para convencer a Maduro y Diosdado (de cuyo sincero apego a la fe religiosa cabría dudar, si juzgamos por su comportamiento habitual y por su filiación criptocastrista declarada , sostener la cual es un derecho suyo que nadie desconoce) sino para disuadir a la oposición (ubicada, como es fácil presumirlo, en el llamado Centro-derecha, donde para nadie es un secreto que los católicos se sienten más cómodos) para disuadirla, digo, de su empeño por derrocar al régimen actual.
La presencia del pontífice en el escenario fue calculada con ese propósito: coronar y legitimar las gestiones dilatorias, probablemente remuneradas, del expremier español. Ello se logró por entero: la oposición, que a la sazón ya estaba dividida y dispersa, se tragó el anzuelo y aceptó el arreglo leonino alcanzado, consistente en celebrar unas elecciones sin fecha cierta y sin precisar su alcance. No tuvo más opción porque de lo contrario habría tenido que desatender al Papa, cosa bien difícil, casi que inimaginable en nuestra muy obediente y recogida América hispana.
Sobre este asunto de las mediaciones tan recurridas, y perniciosas por lo regular todas, podríamos decir que si a alguien le cabe alguna responsabilidad en la pervivencia de Maduro y en la perduración del infierno en que se convirtió la vida de los venezolanos, es al español citado y en mayor medida al Papa. Y, obviamente, a quienes agenciaron la mediación, que casualmente eran los aliados y a la vez beneficiarios del chavismo en esa hora, vale decir, Brasil, Ecuador, Bolivia, Cuba y la Argentina kirtchneriana, patria del pontífice. Toda mediación de tal género que se proponga para zanjar un conflicto, por su efecto dilatorio y apaciguador acaba perjudicando al bando que lleva la delantera o va ganando. Cualquiera lo entiende así o adivina, y la experiencia histórica demuestra que quien va perdiendo un conflicto, antes de pensar en capitular, primero acaricia y busca la mediación, o la negociación (que para el caso es lo mismo) que terminará enredando y fatigando al rival. Sabe que en el peor de los casos, todo quedará en tablas y así se ahorrará el precio de la derrota. La cual, en tratándose de Maduro y los suyos, equivaldría a ser destronados, desterrados e incriminados por los delitos y fechoría de toda clase que se les atribuya.
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De ciertos “amigables componedores” de otra calaña, interesados o no, espontáneos o seleccionados, que suelen aparecer cuando uno de los bandos está en clara posición de ventaja o desventaja, no se sabe qué resulta peor, si la candidez o la connivencia con el bando de su callada predilección. A ellos luego podremos referirnos, y describirlos en su lenguaje y maneras. Y sobre todo en la buena fe e imparcialidad que alegan tener, y en ocasiones consiguen simular.