No hablaron, pero se encontraron muchas veces, en las calles y en la lectura. Así fue la relación de Óscar Jairo González con Mauro Álvarez, a quien hace homenaje.
“Es para mí todavía una incógnita saber por qué determinados sueños se dejan escribir. Y más misterioso aún, desentrañarles la razón literaria a aquellos que se dan en forma constante, permitiéndome entrelazarlos… Es un fenómeno inconsciente, al cual no le he hallado lógica”. De esta manera, se instala en su mundo de visiones absurdas, de la transformación de la realidad en medio de las turbulencias provocadas del sueño, del incendiario mundo de la mirada sobre sí mismo, de la estética de la perversión de quién se conoce a sí mismo como lector insaciable y escritor de temperaturas desconocidas entre nosotros, que ha sido y será Mauro Álvarez (1938-2019).
Desde el principio o eclosión del momento en que adquirió la conciencia de ser escritor, de que su vida estaría poseída por la escritura, donde y en las condiciones en que estuviere, sería él, el escritor. Donde viviere, sería el escritor. Y nunca se hizo a sí mismo concesiones para no serlo, para no continuar en esa obsesión por y desde la escritura. Y a la escritura entonces la llenó de un método, la llevó a un método, si así lo podemos llamar, para darle más sentido, para darle elementos nuevos, para hacerla desde una estética otra; ese método sería el de la hipnosis. De ese modo, la concentración en el sueño, la observación de la realidad de otra forma, habría de ser contenida en la naturaleza de sus novelas y sus cuentos como: La ladera: Documental de prisión (1965), El sueño de los párpados (1966), Robe el pan a las palomas (1977), Alias “Posadita” (1979), Cuentos eróticos, Confesiones de un vampiro (1979), Cazador de mariposas –Novela onírica- (1989), El indocumentado, Virginal (Sin fecha) y el libro de ensayos: Percepción hipnótica.
Sensaciones en el arte
Es en Virginal, donde Mauro Álvarez, relata la visión y la obsesión por la música, la música y la literatura, pues nos dice allí que la música le hacía percibir o le provocaba percepciones extrasensoriales: “En esta mesa, desde donde veo la avenida que circunda el establecimiento, me doy a tararear un concierto. No me equivocaría al creer que esa pieza musical lleva implícito en sus notas, infinidad de temas literarios por descifrar. A lo mejor, cada melómano percibe el suyo, según su sensibilidad. En fin, la música y la literatura, en este abstencionismo, se convierten en una ventura de la que somos sus cómplices. Riesgo que no podemos dejar de correr, si queremos calar en el abismo de lo incorpóreo”.
Virginal, obra de Mauro Álvarez, editada por Uryco.
Decíamos de Álvarez, que era un lector insaciable, porque en sus novelas y sus cuentos, él intencionalmente, lo que sin duda proviene de su sinceridad del decir, como lo llama Emanuel Levinas, al decir que dice sinceramente de sí; lo indica como evidencia de lo lector que ha sido. Leerse a sí mismo y leerse en los libros, más que en los libros en el conocimiento que en ellos está, en la provocación que causan en la vida del lector como en la del escritor. No sé es lector de “maratones de lectura”, sino lector decidido a transformarse ante la lectura o en la lectura. Como cuando nos dio a leer al escritor Géza Csáth (Punto Seguido), o cuando, leímos una extraordinaria crónica en EL MUNDO sobre el Loco de la cobija.
No es una pose de escritor, sino un escritor transformado ante sí mismo y ante los lectores, y que intenta provocar esa transformación en el otro, su lector delirante por lo fantástico y lo absurdo. Me recuerda siempre la lectura de Mauro Álvarez, la lectura de Virgilio Piñera de sus Cuentos de la risa del horror. Y de la biblioteca, como construcción del fantasma que es y que dice de su intensidad excéntrica de lector, lo revela en su novela Cazador de mariposas, en donde hace hablar a su librero: “Según opiniones del librero, su cliente comenzó a formar la biblioteca, desde la primera planta de su residencia –presintiendo que la segunda, donde dormía él y su madre, la requeriría después, lo mismo que la piscina, situada en el antejardín-, utilizando despensas y garaje, lo mismo que un pequeño baño en desuso. Estos últimos recintos los saturó también de estantes en sus paredes y en el centro, al igual que un almacén de baratijas, donde difícilmente se puede dar un paso”.
Un iconoclasta aislado
Rara entre nosotros la obra de Mauro Álvarez, dado también su carácter iconoclasta e irreverente de quién era un escritor llevado por sí mismo a lo que hacía, a lo que era y a lo que intentaba ser. No tenía trato sino con él mismo. Cuando lo veíamos entrar en El Astor, todas las mañanas de lunes a viernes, sobre las exactas once de la mañana iba y se sentaba a tomar su café con leche, sin hablar con nadie.
Raras veces le vimos hablando con otros. Y no sabíamos que en Virginal estaban relatados estos momentos de su vida: “Acerca de mi rutina diaria –ajena a mi diletantismo musical-, en la que lo gregario me tiende a exasperar por su monotonía y por su deficiencia estética, prefiero no opinar, cuando me la recuerdan en EL CAFÉ. Lo visito a diario, seguro de que allí escapo a tanto embotamiento social, con el que la percepción musical corre el riesgo de entorpecerse (…)”.
Hoy ante su muerte, lo vemos y lo veremos siempre, mirando al vacío, tratando de mirarse más a sí mismo en el vacío, como ha quedado aquí, en la cámara de Daniel Jurado, anónimamente, sí anónimamente como vivió en la membrana de su vida, en los libros que escribió y en los que leyó, tanto en Medellín como en Nueva York; es así, porque por la causalidad quedo en el documental: Medellín, pasajes y espejos (2018). Es Mauro Álvarez un pasaje y un espejo de esta ciudad que no lo vio ni lo verá morir, sino escribir como un hipnotizado.