La administración pasada se cruzó de brazos y no previó que aquello que empezaba como un desplazamiento manejable en la frontera se convertiría en la invasión masiva de gentes buscando acomodo que ahora registramos.
La migración venezolana, su crecimiento imparable y su desenlace, de cualquier tipo que sea, es el problema más grave que afronta Colombia. Su mayor desafío, por el trastorno que implica para la estabilidad social, y para la seguridad y el orden en pueblos y ciudades. Apenas ahora los medios periodísticos logran calibrar su dimensión, aunque el gobierno de entonces es de presumir que la preveía desde un comienzo, si bien no convenía a sus planes alertar a la nación sobre ella. Bordeamos ya el millón de visitantes o refugiados, sin contar a los furtivos que entran por las trochas verdes. No es una cifra cualquiera en un caso o el otro, pues se trata de un cuerpo extraño con el que no contábamos y que gravita sobre el empleo y la tranquilidad ciudadana, para no hablar de amenazas peores, asociadas al narcotráfico, el crimen organizado o la simple delincuencia. Eso, cualquiera lo sabe, puede darse aquí o en cualquier otra latitud, incluyendo naciones tan solventes como las europeas, que tanto se cuidan de la migración que les llega y de sus secuelas, cuando no se controla como es debido. El más desaprensivo de los gobiernos puede adivinarlo. Llega un momento en que, si el Estado elegido como refugio baja la guardia, dicha migración desborda su capacidad para enfrentarla. Pero aquí la administración pasada se cruzó de brazos y no previó que aquello que empezaba como un desplazamiento manejable en la frontera se convertiría en la invasión masiva de gentes buscando acomodo que ahora registramos, no todos con la sorpresa que fingen algunos sino con verdadera alarma.
Por sus primeras señales todos sabemos cuándo se nos viene encima una avalancha. No fue pues por falta de previsión – lo que ya de por sí sería un pecado grave – sino por falta de voluntad que el gobierno anterior no actuó a tiempo, cuando debía y podía hacerlo, para ponerle coto a eso y conjurar el peligro. Y faltó voluntad porque ni el presidente de entonces ni su canciller querían contrariar a su homólogo venezolano. Al cual, desde que arreció la oposición interna, sin otra alternativa para intimidarla que masacrando sistemáticamente la protesta en las calles y encarcelando a sus líderes, urgía de una puerta de escape por donde la población acosada por la escasez, la insalubridad, el hambre y el desamparo, pudiera evacuar su país, convertido en una trampa para sus habitantes, con un Estado que de todas sus tareas y funciones la única que acierta a cumplir, y con metódica eficacia, es la de la represión al malestar general, a la indignación que cunde.
La ola de inmigrantes desatada sobre Colombia (quienes, sobra decirlo, independientemente del fondo político que haya detrás, merecen toda la solidaridad humanitaria nuestra, hasta donde ella sea posible) la ola de inmigrantes, digo, coincidió al comenzar con la etapa más álgida del proceso de paz, cuando se firmaban los acuerdos y se emprendía su implementación. Venezuela jugó un papel fundamental como facilitador en dicho proceso, gracias a sus nexos con las Farc, a las que desde muy atrás albergaba en su territorio. Y fue Maduro el primer interesado en que Colombia abriera su frontera, para poder librarse de tantos venezolanos con hambre, sin esperanza de empleo, a los que no podía cubrir. La razón es tan obvia que resulta perogrullesco decirlo: si disminuye la población porque parte de ella desocupa la casa, pues disminuye también la obligación estatal de atenderla. Tal el motivo de que Venezuela chavista permita y auspicie su salida. El gobierno colombiano de entonces hizo la vista gorda frente al éxodo hasta hace apenas unos días, cuando cedió el poder. Uno se pregunta, inocentemente, si acaso ello hizo parte de lo tratado en Cuba, al menos de la parte no escrita ni protocolizada en los arreglos.