Decepciona mucho, aunque ya no sorprende, que el Estado, o mejor, la institucionalidad colombiana, tan diversa, inflada y plagada de ostentosos burócratas en la capital, no haya reaccionado a tiempo para frenar tamaño estropicio
Quejas no abundaron, pero las hubo: el gasto de $ 40.000 millones en que incurrió la autoridad electoral el domingo pasado fue insólito, por lo desorbitado e inoficioso. En un país errático y extraviado como este, ambas notas, la enormidad y lo superfluo de ciertas cosas, a veces van juntas. No es raro entonces que convivan la pobreza y el despilfarro. Hablo de esta Colombia olvidada y sus ingentes necesidades no resueltas en áreas vitales como la salud, el techo, la seguridad alimentaria, etc. Se saquean las arcas oficiales para dilapidar a manos llenas, sin parar mientes en las consecuencias. Somos como el hijo pródigo de la leyenda, que regresa desnudo y hambriento al hogar tras haber malgastado su cuantiosa herencia, en lugar de invertirla en su propio futuro, que es lo que hace todo hombre o todo país prudente.
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Decepciona mucho, aunque ya no sorprende, que el Estado, o mejor, la institucionalidad colombiana, tan diversa, inflada y plagada de ostentosos burócratas en la capital, no haya reaccionado a tiempo para frenar tamaño estropicio, y le haya dado paso sin que nadie, entre quienes están para cuidar los recursos públicos y defender los intereses del común, haya siquiera preguntado por las razones que validen tan inmoral conducta. La Procuraduría, por ejemplo, que vigila el comportamiento de los funcionarios de alto rango, representa a la sociedad inerme y custodia sus intereses, así le falte suficiente jurisdicción o control sobre todos los poderes y ramificaciones del Estado, debió haberse manifestado a tiempo. Pero no intervino ni siquiera para dar la alarma.
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Si mal no entendimos, el pretexto o disculpa de todos para no atravesársele a la monstruosa erogación anunciada con meses de anticipación fue simplemente que la ley lo autoriza, y no hay en el fárrago de normas y reglamentos que nos asfixian nada que lo prohíba en forma expresa, o que siquiera estorbe ese tipo de operaciones, por obscenas que parezcan, dizque por estar destinadas a salvaguardar y facilitar el ejercicio de la democracia. De lo cual no estoy tan convencido. Si en la frondosa maraña de normas en que nos ahogamos se busca bien, algo se encuentra para prevenir tales derroches , ante los cuales uno no sabe si reír o llorar. Y si no hubiera nada en concreto de qué agarrarse, hay disposiciones o principios generales que, si se rastrea bien, se ubican y se prestan para proceder en consecuencia. Son principios e invocaciones a que la Carta se remite reiteradamente, de modo expreso o tácito. Y hay también copiosa jurisprudencia que los interpreta y desarrolla, apta para ser aplicada en asuntos de este tenor, así fuere por analogía, como dicen los jurisperitos. Además, cuando no hay reglas específicas sobre un tópico cualquiera de importancia, no es indebido acudir al sentido común, la sindéresis o la costumbre, como suelen hacerlo los ingleses con el llamado derecho no escrito o consuetudinario que nosotros, tan apegados a los textos, nunca pudimos entender ni aceptar. Esto lo digo para responder a quienes, en el caso en comento, pontificaron que el país tenía que resignarse a tirar ese dineral por la alcantarilla, dizque porque no había cómo evitarlo sin violar la ley, atentar contra la democracia y desconocer los derechos consagrados a favor de los partidos y de su democracia interna. ¡Válgame Dios! , pero eso fue lo que creímos entender de sus dichos y justificaciones.