Pretender caminar por las sendas dogmáticas de los profesores, es aniquilar la dinámica dialógica de los auténticos maestros encarnados en la vida.
Hace algunos años, estando en la universidad, le escuché decir a uno de mis grandes maestros lo siguiente: “Lo único que hacemos los maestros cuando estamos en un salón de clase es autoexpresarnos…” Esto me ha llamado fuertemente la atención, pues la realidad me lo ha confirmado. Sí, el maestro es alguien que se expone, alguien que desvela su intimidad, alguien que está vuelto hacia los otros en su finitud compartida.
Las dinámicas de la realidad exigen de nosotros, hoy más que nunca, volver a repensar el papel del maestro. La agresiva migración a plataformas digitales ha puesto en jaque la función de muchas personas dedicadas al bello oficio de enseñar. Esta es la oportunidad para darnos cuenta de que ser maestro no es adoptar un estereotipo preestablecido que se eterniza en el tiempo. No es aprender algunas técnicas pedagógicas para mitigar la pereza de muchos. No es llenar informes diarios en cuadernos inacabables. No es cumplir un horario para recibir una paga al final de mes. El maestro es ante todo un partero de la vida auténtica.
Para los que hemos optado por entregar la vida en un salón de clase, allí hemos descubierto el sentido del rostro y de la palabra del otro. Estas dos dimensiones se configuran para regalarnos una visión de la realidad más profunda, que nos permita hacernos renunciando al egoísmo que nos acosa. En los rostros que me interpelan se me revelan las huellas de la historia tan variada y pintoresca, me hacen entender que la vida que muchos llevan a cuestas exige una respuesta de largo aliento capaz de calmar la sed de sentido. En la palabra que compartimos allí, brota nuestra interioridad, y a medida que se va tejiendo el lenguaje, nos hacemos conscientes de lo finitos y menesterosos que somos. Rostro y palabra configuran de manera poética el ser del maestro.
En esta relación existencial, maestro-alumno, emerge la palabra acogida. El maestro es alguien que acoge porque está expuesto. Citando a Joan-Carles Mèlich, en su libro Filosofía de la finitud, sería lo siguiente: “El educador también es aquel que acoge la palabra del otro, la nueva palabra, la del recién llegado. El educador escucha la palabra del otro y él mismo, desde ella, se transforma y se renueva. Un educador que no se forme en la formación no forma, sólo informa”. Aquí está el paso decisivo de profesor a maestro, el primero da cosas, el segundo entrega su vida.
En este tiempo de pandemia parece que el oficio del maestro ha quedado reducido a una pantalla. La distancia en la que estamos constreñidos nos ha sacudido con fuerza. Llegan a mi memoria las palabras del poeta alemán Friedrich Hölderlin, en su obra Pan y Vino, allí se hace una pregunta que sigue imponiéndose con fuerza hoy: ¿Para qué poetas en tiempos de penuria? La respuesta a este interrogante no puede venir de un discurso elaborado, sino de la existencia tocada, situada y desgarrada. Es la vida misma del maestro la que se hace hermenéutica para sus estudiantes. Es él, en su realidad, el que silenciosamente va dando una intuición para ser captada. De esta manera, “el anhelo de dar al otro, de darse, ésta es también la ilusión del maestro, por eso todo maestro es poeta, porque es alguien que trata con la palabra, que se da en sus palabras y que acoge las palabras de los otros, que sabe escucharlas” (Joan-Carles Mèlich - Filosofía de la finitud). El maestro poeta es capaz de cultivar en sus estudiantes la esperanza, por eso se hace necesario hoy más que nunca.
Cuando se habla de cambios, tema tan viejo como el ser humano, pero tan necesario en este tiempo, los maestros debemos hacer opciones radicales. Más allá de esperar un cambio de la estructura académica, de las políticas de educación, de los sistemas educativos, de los modelos pedagógicos, los que tenemos que cambiar somos nosotros, seguir esperando es un lujo que no podemos darnos, y menos hoy. Pretender caminar por las sendas dogmáticas de los profesores, es aniquilar la dinámica dialógica de los auténticos maestros encarnados en la vida. Séneca nos regala este primer paso: “La tarea de los maestros no es enseñar a discutir, sino a vivir y la tarea de los discípulos no es cultivar el ingenio sino el interior, de modo que en su mutuo contacto cada uno retorne a su casa más sano”.
Dentro de estos procesos de cambio, hay una deuda que tenemos pendiente por saldar: debemos abandonar todo lo que implique ser profesor y atrevernos a ser maestros verdaderos. Cuando demos este paso nos situaremos en la gramática de la existencia, en aquella realidad donde todo acontece y todo nos implica. Así, “mientras que el profesor esgrime un discurso lógico, un discurso informativo, el maestro propiamente no habla, muestra, y, por lo tanto, su forma expresiva es inspiradora, evocadora, sugerente… Mientras que el lenguaje del profesor es sígnico, el del maestro es simbólico” (Joan-Carles Mèlich – Ética de la compasión).
En aquella obra sencilla y profunda de Fernando González, El maestro de escuela, hay una invitación muy sugerente para todos nosotros artesanos de la educación. En el epilogo del libro, Fernando ha enterrado al Manjarrés que lleva dentro, a ese que fue y le causó grandes problemas. Es hora queridos maestros de abrazar el cambio, hacerlo nuestro, este no es más que un síntoma de la vida que nos habita. Somos una constante evolución. Debemos enterrar lo que nos ha robado la capacidad de ser portadores de buenas noticias para otros, Manjarrés debe morir para que la educación pueda seguir gestando auténticos seres humanos.
A todos los maestros que me entregaron su vida y me gestaron para llegar a este momento, feliz día…