Crónica urbana del periodista Óscar Domínguez Giraldo, que pregunta por las ausencias de espacios públicos en las ciudades
Oscar Domínguez Giraldo
Juegan por amor al arte del ajedrez. No lo hacen por mejorar la hoja de vida. No van en busca de ninguna inmortalidad. Tampoco pretenden engordar su Elo (el ego de los trebejistas).
Su ámbito es el club de ajedrez que es su casa, oficina, refugio, tertuliadero, consultorio, motel, sauna. En la lúdica y gigantesca Bogotá de ocho millones de habitantes mal contados, no abundan estos santos lugares que son verdaderas zonas de desmovilización, caguanes de paz y tranquilidad.
Antecedente remotísimo de estos parches lo encontramos en el famoso “Café de La Régence”, en el París de 1850, donde “épataban” jugando simultáneas, el francés Philidor y Morphy, el genio gringo. Como París impone la moda, ésta del ajedrez la copiarían otras capitales europeas. ("Jugué con Filidor a los escaques, en escaques soy ducho, y en las damas un hacha", León de Greiff).
Desde siempre se ha dado un extraño matrimonio entre ajedrez y billar que suelen compartir espacio. No se pisan las mangueras. Hoy sigue ese casorio por conveniencia.
En Bogotá, uno de los más antiguos fue el café El Automático, de la Jiménez con quinta, punto de encuentro de intelectuales. Algunos de ellos como el panida León de Greiff, dedicaban horas a jugar. La poesía que espere. O mejor, el ajedrez es una forma callada de la poesía.
García Márquez cuenta en sus memorias que de la mano de León aprendió los rudimentos del ajedrez que le servirían para poner a mover las piezas a algunos de sus personajes.
En los ingenuos años cuarenta, en la Carrera Séptima, al lado del Tía – que acaban de cerrar- y de la Catedral, ante una audiencia estupefacta, dos leyendas, el siempre encorbatado boyacense, Miguel Cuéllar Gacharná y Luis Augusto Sánchez, seco de carnes, se sacaban los trebejos al sol
Como no solo de ajedrez viven los dueños de estos clubes, le han metido al negocio juegos inteligentes: póquer, scrable, go. Hubo previa consulta con la diosa Caissa a ver si aceptaba intrusos en su ámbito. Ella dijo con generosidad: “En la lúdica creativa, para todos hay. Además, ningún juego alcanza a ocultarme el sol, y perdón por la ‘abundancia de escasez de vanidad’, pero la virginidad y la modestia son virtudes negativas…”).
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Los estudiantes, cuando se trata de capar clases de matemáticas y ciencias afines, han optado desde siempre por la claustrofobia cómplice del club de ajedrez y billar. Mejor que la solemnidad estresante del aula.
El paisaje ajedrecístico
A esta clientela estudiantil, generalmente desplatada, se suman pensionados, amantes de verdad del juego, vagos, oficinistas, uno que otro jugador de élite, avivatos, intelectuales puros con superávit de tiempo para gastar, “perros” y “patos”, dos especímenes del zoológico ajedrezado.
Hay hombres por todas partes. Parecería un juego machista. Falso. Ellas están representadas en las piezas principales, la dama y la torre.
En el caso del viejo club Lásker, (Carrera Séptima con Calle 22), segundo piso, sin ascensor, dos mujeres manejaban los hilos: Miryam de Prada, la dueña, y Gilma Duarte, administradora. Ahora le metieron almuerzo ejecutivo. Ajedrez en horas muertas.
Los “perros” - como quedó consignado en anterior crónica- que frecuentan estos relajados lugares, son duchos jugadores. Su modus comiendi consiste en halagar al rival chambón haciéndole creer que juega como los dioses. Le permiten ganar al principio. En realidad, están engordando el marrano. Después vendrán las apuestas y el cliente será desplumado a punta de mates.
El “pato” es la sal del ajedrez. Forma parte del mundo blanco y negro. Es el aficionado raso que va a jugar con las ganas y el talento ajenos. El “pato” se encarga de hacerle barra y subirle la moral a alguno de los jugadores a cambio de un café. O de una cerveza, si sabe halagar lo suficiente. Si puede, por debajo de la mesa, le hace saber que hay moros en la costa, que pilas.
Siempre ve la jugada ganadora… cuando se acaba la partida.
Hay tantas partidas como ojos que las ven. O las reproducen. Ningún otro juego se puede dar ese lujo. Como tampoco nadie se baña dos veces en el mismo río, decían los antiguos (y nos copiamos los modernos).
Una hora tiene un valor de mil pesitos más o menos. En el Chorny, del norte, es gratis para la tercera edad, por decisión de su dueño, Harry Corenn, un paisa aumentado y corregido en Israel que le dio al club el apellido de María, su bella madre rusa.
La fauna de los ajedrecistas comunes y silvestres se repite en el mencionado Lásker; en Jaque Mate (calle 63 con 15, propiedad del fotógrafo e inventor boyacense Luis Neisa); en Chorny; Los Reyes (Avda. Jiménez con 9ª) ; el Club Nuevo Fischer (cra. 9ª con 16). Y calma, trebejistas, que ya viene la Casa del Ajedrez de la Calle 33 No. 3-50).
Faltan datos – y clubes- en muchos barrios. En casi todos se juegan torneos. Hay pequeños balotos para los más virtuosos.
El ajedrez llega a la U
En plato aparte habría que mencionar el ajedrez que se juega en las universidades. La Central, tiene el ajedrez como materia opcional. De vieja data, el maestro Sergio González, quien escribe para El Tiempo, se encarga de calmar la sed de jaques, enroques, fianchetos, de sus pupilos. La Central dispone de un ajedrez gigante para partidas en vivo, con figuras de carne y olvido.
En la U. Católica, el maestro y autor de obras sobre ajedrez, el diminuto Juan Mila, sonriente y discreto como un alfil, era el sumo pontífice (falleció en un prosaico accidente de tránsito. Hubo silencio en los tableros para despedirlo). Carlos Ossa Escobar, desde la rectoría de la U. Distrital, le dio al ajedrez máxima beligerancia.
Las universidades ofrecen a sus alumnos la opción de enfrentar los últimos programas de computador. Fritz o Chessmaster están disponibles. (Este recurso también lo ofrece Jaque Mate que encima música clásica y caricaturas de los grandes del ajedrez).
¿Desea recibir clases? Maestros hay que le darán una samaritana mano. El aficionado consigue desde un mate hasta fotocopias de libros y de las últimas partidas del calendario internacional. En el Lasker, se podía preguntar por el eterno Luis Holguín, jaqueado por achaques de salud. Finalmente, Luis perdió la partida, "lo recogió el silencio".
Unos juegan ajedrez con reloj. Y apuestan. Otros juegan
sin reloj, para quienes buscan encontrar arte manipulando 32 piezas. En las partidas, con o sin, los contendientes ponen cara de jugadores de póker para ocultar sus intenciones.
En las carteleras de estos lugares encontrará el menú disponible: libros, ajedreces, aparatos electrónicos. Nada de lo ajedrecístico les es ajeno a estos amos del juego que es ciencia, arte y juego. Tres personas distintas, una divisa verdadera: Gens una sumus. (Somos una familia). (Publicado inicialmente en Ciudad Viva, periódico de la Alcaldía de Bogotá que salió de circulación en la alcaldía de Petro. Que no cuente con mi votico…)