Con la reforma constitucional de 1968, Carlos Lleras Restrepo intentó algo parecido: trasladar la sede de algunas de las empresas del Estado a las capitales
Bien intencionada pero irrealizable la propuesta en discusión en las últimas semanas en Colombia de trasladar la sede de los ministerios a algunas ciudades capitales, quizás con el prurito de desarrollar mejor las potencialidades de cada ciudad o asegurar algunos empleos más que ayuden a paliar la alta tasa de desempleo que afecta al interior del país.
Con la reforma constitucional de 1968, Carlos Lleras Restrepo intentó algo parecido: trasladar la sede de algunas de las empresas del Estado a las capitales. ISA, que entonces se dedicaba a la generación y transporte de energía fue trasladada a Medellín. No creó muchos empleos para los antioqueños, pero permitió que empleados de Bogotá, Cundinamarca y Boyacá se establecieran en Medellín y desplegaran aquí su capacidad de consumo. La sede del Banco Popular fue trasladada a Cali.
El de la localización territorial es un falso supuesto de la descentralización del Estado. ¿De qué le sirve a Cartagena ser la sede alterna de la Presidencia? Muy poco, solo para recibir las visitas de los presidentes norteamericanos y para atender los fines de semana de las comitivas presidenciales, que en algunas tardes y noches congestionan las calles de El Laguito y Bocagrande.
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¿Cuál sería el criterio para asignar la sede de un ministerio a una ciudad determinada? Las mayores potencialidades o capacidades de una ciudad. Esos criterios serían claros en materia de comercio exterior (que tendría como sede a Buenaventura) o turismo (que estaría en Armenia o Manizales), por ejemplo. Pero, ¿qué se hace con Justicia? ¿Acaso instalarlo en la ciudad que tenga mayor hacinamiento de presos? Proporcionalmente, la cárcel más congestionada del país es la de Andes. Sería bueno instalar allí el Ministerio y por ahí derecho aprovechar para reactivar el aeropuerto, como lo pide un sector de la población. ¿Y el de Trabajo? en la ciudad con mayor desempleo, es la respuesta lógica, pero esto obligaría a tener una sede itinerante que vaya de ciudad en ciudad al compás de los reportes del DANE. Y así sucesivamente se haría con Salud, Educación, Transporte, etc.
La propuesta sobreestima el papel de los ministerios. Los ministerios, en realidad, hacen muy poca cosa, salvo en materia de empleo para las clientelas de los senadores. En 22 años, el Ministerio de Cultura no ha hecho más de lo que hizo Colcultura en su tiempo y el Ministerio del Deporte no hará más de lo que pudo hacer Coldeportes. En Colombia no existe una reglamentación clara sobre el funcionamiento del Consejo de Ministros, sus reuniones no son periódicas y las conclusiones de sus sesiones no son públicas, como sucede en los regímenes parlamentarios. Pastrana y Santos hicieron pocas reuniones del Consejo de Ministros y preferían darles las órdenes a través de los medios de comunicación. A veces, los oyentes de radio en las mañanas son testigos de los desencuentros entre los ministros, precisamente por falta de coordinación y porque cada uno es un reyecito en su respectivo sector, aunque en realidad el único ministro que manda es el de Hacienda, amparado en la dictadura del bolígrafo. Eso lo saben los colombianos de sobra.
La globalización obligó a las ciudades a buscar su lugar en el mundo. Las grandes capitales lo tienen claro y actúan en consecuencia desde sus frentes económicos y culturales. Nueva York, Barcelona, Bilbao, Sao Paulo, Mendoza, por citar algunas, tienen una marca y un proyecto definido que les permite obtener ingresos para su sostenimiento, por lo general, al margen del apoyo de los Estados centrales, como es fácil evidenciarlo en el seno de la Unesco.
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En vez de esperar lo que nunca llegará de los ministerios, las capitales colombianas tienen que definir prioridades, tener un proyecto económico claro y establecer las sinergias con otras ciudades y con entidades privadas, nacionales e internacionales, para encontrar su nicho económico y sobrevivir a la feroz competencia promovida por el neoliberalismo. No es fácil, pero tampoco es imposible.