Habrá que leer las crónicas de Spitaletta para conocer esa ciudad que fue y que ya no es; para reconocerse heredero de una urbe que se viene desvaneciendo tras el estruendo de los taladros de demolición y de los motores de las motos y los carros, tras la estridencia de unos géneros musicales que amenazan con apagar para siempre los boleros y el tango.
Hay, por esas calles que transitamos a diario, en realidad, varias ciudades, casi todas subterráneas.
No tiene idea.
Por ejemplo, por estos días, en la Alhambra con Amador, se hace intransitable por las obras de remodelación: obreros van y vienen y gritan y arrastran herramientas y conversan, y la gente se tiene que apiñar por una acera escasa en la que sobreviven venteros de confetis y cigarros sueltos.
En esa calle, hoy, la frondosidad de los árboles no deja ver ese viejo frontis de la que fue, por años, la cacharrería más emblemática del valle: La Campana; ya no está “la cacharrería más rara de Medellín o de su sonriente dueño (…)”, ni podrán verse más en sus anaqueles los “folletines con fórmulas botánicas, cartas de amor para que los campesinos copien y puedan enamorar a sus doncellas”.
En su lugar hay una piñatería reducida, y chorreada por luz artificial.
No está más don Ricardo Jiménez Giraldo, quien fue su fundador y dueño; se fue para siempre con su antiguo piano alemán, jamás tocado, que debió dejar olvidado en su casa de Laureles. La mujercita (de vida febril, y dizque feliz) de la que se enamoró e inmortalizó en una estampita ardiendo en los infiernos, tampoco está ya. Ni ella, ni las puticas que esperaban, unas de pie y otras sentadas en las escalinatas de los inquilinatos que pululaban en ese Guayaquil, remoto ya. Se fueron para siempre.
Ya no están. Pero siguen estando allí, en la memoria: “Unas señoras gordas que esperaban en las escaleras de las pensiones”, lo mismo que Perro Negro, un legendario café situado en los bajos del edificio Vásquez, que fue primero una armería, luego una tienda de abarrotes, una cantina, el declive irremediable hasta su cierre. Eso cuenta Reinaldo Spitaletta en una crónica titulada Epílogo con un perro negro. Hay más.
Son invisibles a nuestros ojos ciegos; pero siempre estarán ahí —calles, casonas, hombres y mujeres, con nombres o sin ellos— inmortalizados en sus crónicas, en esta ocasión, en 39 relatos publicados en su último libro que acabó de salir, Medellín, ¡cómo te siento!
Si las crónicas, gran parte de ellas —por no decir todas—, dibujan esa ciudad hoy inexistente; el cronista cierra con unas Instantáneas que trazan unas imágenes fragmentarias de esta ciudad, la de ahora, en la que usted, como lector local, se reconocerá y le obligará a evocar sus propios fotogramas:
“Sobre una banca en mitad del Parque de Boston, la pareja parece quererse. Están muy juntos; él de bastante edad, cachucha roja, le toma la mano a ella, mujer sesentona, blanca, de mejillas sonrosadas. Las luces iluminan la placidez de ambos. Huele a frituras. Un perrito blanco de manchas negras salta, contento. La noche apenas comienza”.
Podría decirse que, en parte, este libro es un compendio de su trabajo de años porque recoge crónicas ya publicadas en medios impresos o digitales, en su blog https://spitaletta.wordpress.com, pero también hay varias inéditas, sobre todo, esas Instantáneas que se alejan del periodismo utilitarista y se acercan deliciosamente a la prosa poética.
En el guayacán sin flores/ las loras parlotean a la mañana.
Y uno cree ver ahí en esas dos líneas el espíritu de los haikus japoneses, aunque técnicamente no lo sea.
~~~~~
Yo me he sentido el hombre invisible en Medellín y particularmente, yo creo que en la única calle en donde uno parece no existir, es ese pedacito entre La Playa y el Parque Bolívar, Junín
Así fue como fui tras él para que hablara de su escritura, de su oficio de cronista consumado, de periodismo. Muy cortés dio a escoger entre Versalles y su casa, y elegí la intimidad de su hogar, un antiguo apartamento, segundo piso, ubicado en una esquina del emblemático barrio Prado, en San Martín con Urabá. Vive cerquita a ese casaronón que fue lugar de habitación de doña Luz Castro de Gutiérrez (la del Hospital General), y que luego pasó a manos de uno de los Ochoa, y finalmente, de Cristina Toro, la actriz —ícono— de Medellín, quien tuvo la iluminación de convertirlo en el teatro Águila Descalza. Estas cosas las cuenta en otra crónica: Barrio Prado, una belleza venida a menos.
El encuentro fue en una tarde muy, pero muy calurosa de este agosto sin vientos.
Superada la reja, unas escalas; en el descansillo, Quijote y Sancho observan impertérritos; y al coronar el segundo piso, los ladridos agudos de Dana, una perra pasada de años y de kilos; y la suerte de encontrarse con la sonrisa de Marcela, su mujer —no digo esposa porque es muy godo decirlo—, que nos ofreció un “juguito” de piña y zanahoria sin azúcar.
Unas cortinas intentaban detener los fogonazos de un sol poniente agresivo; las vidrieras corridas y en lugar de viento, entraban los gritos de los pregoneros y los pitos y el ruido aturdidor de los motores forzados de los carros que subían en dirección norte.
Para empezar, se refirió a esa Medellín que comenzó a explorar desde niño cuando su papá lo llevaba a un Guayaquil aún convulso, vivo, y lo regresaba confiado en un bus escalera a su casa en Bello.
—Pero estamos hablando de cuántos años.
—Por ahí 4 o 5 años.
Lo dijo entre risas porque claro, era una ciudad distinta, habitada por otras gentes, de esas que no matan niños y dejan sus cuerpos tirados en los barrancos como a diario se lee en la prensa. Esta es la ciudad en los tiempos que corren.
La crónica Recital de órgano y un policía muerto. (La Catedral, entre clarines de luto y la potencia sonora de Juan Sebastián Bach), retrata el contraste de una ciudad que se mueve entre el deslumbramiento y la tragedia cotidiana.
—Las imágenes infantiles son muy imperecederas, duran toda la vida —agregó en alusión a estos primeros recuerdos—. Por eso en el libro yo tengo tres o cuatro notas sobre Guayaquil porque para mí fue muy importante ese mundo variopinto, esa diversidad de paisajes, de gente, de olores, de presencias, también de ausencias, de arquitecturas, todo eso para mí era una maravilla —Spitaletta dijo luego que ese centro actuó como un centro de gravedad que ejercería sobre él, para siempre, una suerte de atracción porque volverá una y otra y otra vez; y dijo luego que, en efecto, “la ciudad es una circunstancia que uno tiene que vivir, padecer, gozar”: Medellín, ¡cómo te siento!
Es que todas esas crónicas están hechas para ser sentidas —si no despiertan esos sentires algo no salió bien en la crónica—. Indagué por esos sentires en Spitaletta.
—Bueno, ese sentir yo creo que combina el desarrollo sensorial como decís vos, pero también el razonamiento inicial de qué es una ciudad, los significados, los símbolos, el ejercicio de ser ciudadano, y una cosa que yo después aprendí fue a mirar. En ese ejercicio fui aprendiendo a mirar y a descubrir en lo cotidiano muchas cosas que tal vez el transeúnte no tiene tiempo o no tiene interés de ver, entonces esa ciudad, en Cómo te siento, yo aprehendí muchas cosas con los ojos, con los oídos, con el tacto si se quiere. Es una ciudad que hay que pensarla también. Faltó la razón en el título, pero también está involucrada.
En las crónicas el lector podrá descubrir la ciudad en una dimensión olfativa, pero también en una táctil, y otra en una dimensión compuesta sólo de imágenes y así, todas enmarcadas en una supra dimensión histórica, como por capas que se superponen de manera armónica.
Le pregunté por otros cronistas suyos, quiero decir, que ha leído y sentido y quizá, de los que ha aprendido también, y reveló un buen catálogo que anexo en un recuadro en los que se leerán nombres de locales, pero también nacionales y latinoamericanos.
~~~~~
Reinaldo Spitaletta es uno de esos periodistas escritores que se dice de la vieja guardia, que no es lo mismo que decir viejo porque lo de la edad es una formalidad; quiero decir con ello, que es de los que ejercen el periodismo por convicción y por un sincero interés por el prójimo; su carrera lo dice, lo mismo que los reconocimientos de los que se ha hecho acreedor como el de la U de A, que lo consideró un hombre de “Espíritu Libre”, o el del Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario que lo declaró en el 2008 como el mejor columnista crítico de Colombia, sólo por citar algunos.
Es autor de más de 20 libros, y seguimos contando; se puede decir con certeza que es uno de los que más sabe de tango en el país, de los que más conoce la historia de esta ciudad y no precisamente porque sea historiador —egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional y presidente del Centro de Historia de Bello—, sino porque se ha caminado sin cansancio esta geografía montañosa y hablado con tanta gente del común en todos sus años de carrera, y por si fuera poco, se ha sentado a tertuliar con una pléyade de intelectuales muchos de ellos que ya partieron para siempre y todo, pero todo lo ha dejado consignado en sus crónicas que sigue escribiendo y publicando en el periódico EL MUNDO, en El Espectador, en su blog.
Lo que sí dejó desde hace dos años según me contó esa tarde calurosa, fueron las aulas de la Universidad Pontificia Bolivariana en donde ejerció como docente de periodismo, aunque se le sigue viendo por sus prados y cafeterías y en la emisora. Es un hombre apasionado por la escritura, curioso como un niño que todo quiere desvelarlo para correr a contarlo, con una mirada casi casi infantil y sí, maravillosamente acompañado de Marcela, una mujer de ojos vivaces y cabello cortito que calza perfecto con su expresión festiva, dueños los dos de una evidente complicidad y gracia juvenil.
Entre los temas que abordamos esa tarde luminosa fue su firma, o su estilo, o los temas que frecuenta en sus crónicas.
—Encuentro por momentos un cansancio de tanta crónica que narra la violencia, la del traqueto, la del sicario, la que explota ese miserabilismo, pero sus crónicas son diferentes porque retratan las cosas de la gente de a pie, de aquellas personas y cosas en las que casi nadie repara —pensaba en Estas 33 cosas, un librito de 105 páginas que transmiten un cálido asombro por objetos tan cotidianos, como las fachadas de las casas, los espejos, las campanas.
—Y que desaparece ese tipo de visión de ciudadano común normal y corriente por dedicarse al sicario o al terrorismo.
—O los friki, ¿no?
—Exacto, pero a mí me ha gustado que en el periodismo uno tenga que tener la presencia de personajes que son invisibles, ¿cierto? Mucha gente es invisible en los medios, como los artesanos, los obreros, los tenderos… A mí me ha llamado mucho la atención eso también, y la geografía de barrio que en este libro no es tan marcado porque ya había hecho un libro en el que metí los conceptos de barrio: Barrio que fuiste y serás. Aunque me parece que aquí en este libro de Medellín ¡cómo te siento!, hay algunas situaciones de barrios que casi nadie volvió a mentar, como Tenche, ya nadie habla del barrio Tenche, desapareció, y fue muy importante en la gastronomía del matadero, del baile, de las señoras que siendo morcilleras se arreglaban muy bien para las fiestas. Esas cosas son muy lindas.
Spitaletta se refiere a Velorio en Tenche y baile en El Matadero y que están en Medellín, ¡Cómo te siento!
—¿Hay barrios que no haya caminado?
—No. Yo creo que… Como últimamente la administración política ha creado barrios de dos cuadras por lo del presupuesto participativo… Pero el concepto de los barrios que han sido tradicionales, cuando Medellín era una ciudad de barrios, yo todos los anduve y los sigo andando, todos: toda la comuna nororiental, toda la comuna noroccidental.
—Santo Domingo…
—Ufff, claro.
—Pero claro, si usted tiene un libro de por allá, cerca, de un trabajo que hizo con la profe Mary Correa Jaramillo —Se trata de Tierra de desterrados. San José del Pinar: historias de desplazamientos y otras violencias, editado en el 2011 por la UPB.
—Sí, de Santo Domingo para allá. Yo a Santo Domingo sí lo he caminado mucho porque por allá vivió una tía por los años 60, pues cuando se fundó ese barrio, prácticamente.
—¿Y el Picacho?
—El Picacho también. Hice muchas caminadas por el Picacho, pero ahí no está. Ahí está un gran sector viejo de la ciudad que sería La Toma, Buenos Aires, El Salvador y La Milagrosa porque eran barrios obreros, barrios con fábricas, entonces ahí están metidos.
Son numerosas las crónicas que tratan como él dice, el barrio; pero, en concreto, a la Historia de pasajes y una casa con armas, en la que trae a la memoria historias del barrio La Toma, de sus pasajes nerviosos; o de esta otra: De misiá Rafaela al árbol de los cuchillos, en la que cuenta muchas historias en torno al Cristo en el morro El Salvador; él camina por sus veredas y observa, y tiene la particularidad de observarse a sí mismo en esas calles en una especie de desdoblamiento que le permite permearse en esa atmósfera de humos fabriles, y olores acres de una parcería tras partidos de futbol en la evocada manga del Mosco. Y de crónicas como La Toma, una chica con historia, y esta otra, Velorio en Tenche y baile en El Matadero. Y más.
—En esta crónica: ¿Barrio de edificios o edificios sin barrio? (Un recorrido por viejos y nuevos paisajes urbanos, y una agonía)…
—Es que ahí hay como dos de esos trabajos en los que yo intenté combinar el ensayo y crónica…
—Me llama la atención que critica con dureza la arquitectura, el diseño de las nuevas edificaciones, pero no las nombra. ¿Por qué? Bien podría uno hacer un inventario de edificios ¡francamente espantosos!
—Nooo, es que yo digo que no es necesario nombrarlos porque es que abundan. Por ejemplo, en esta cuadra en donde yo vivo que eran puras casas, y como no entraron las de este lado en el inventario de bienes de interés cultural, entonces hay un edificio, yo creo que el edificio más feo de Medellín está aquí en esta cuadra, es espantosamente mal hecho. (…) No hay gusto en el diseño, en la distribución, en la configuración, no dialogan con el paisaje de estos barrios que son viejos, entonces chillan por el mal gusto, son un atentado a la cultura, cuando digo cultura me refiero a una cosa que la gente ya tiene.
—A la estética.
Esa cuadra a la que él se refiere corresponde a la carrera 46 (San Martín) entre las calles 61 (Moore) y 62 (Urabá) y es apenas un mínimo ejemplo del atropello que han cometido un considerable número de arquitectos con la ciudad, sin mencionar a las personas que tienen que vivir en esos apartamentos de asfixia y que ameritaría todo un ensayo sobre estética urbana. Él que es historiador y un esteta por naturaleza, tiene, evidentemente, mucho para discernir sobre el tema.
—A la estética —continuó—, todo eso atenta contra un sistema que se pensó porque va con tejas españolas, porque va con este tipo de paredes, porque va de estos colores, estas formas, en cambio eso es como un chorizo, no, ni chorizo, es como un cajón, ahí no hay nada: no tienen espacio público, no tienen un jardín, no hay nada, ni siquiera una cárcel porque las cárceles tienen una forma, y cuando la hacían grandes arquitectos como la de la Ladera que un gran arquitecto la hizo como el panóptico, pero tenían gusto, como un refinamiento en hacer los muros, en la distribución espacial; pero es que esto ni siquiera se puede decir que es carcelario.
—Hay avaricia...
—Claro, hay una avaricia, una tacañería y principalmente es la plusvalía lo que interesa y no es el bienestar de los otros. Entonces si me pongo a nombrar no termino porque eso está lleno, incluso El Poblado, incluso Laureles y hay unos peores en los barrios populares que sí son un atentado contra la dignidad humana, esos tipos de apartamentos y de construcciones, entonces yo creo que por eso no los nombro, porque son muchos. Y eso le da al lector la posibilidad de decir, “ahh, sí, por aquí hay uno de esos”.
—En esta crónica: Calle de café hablante y cines extinguidos (Junín, la de la elegancia y la poesía ambulante, un paseo con lazos familiares), para mí es de las más reveladoras, por su intimidad. Sobre todo cuando dice en ese fragmento: “uno puede tornarse invisible o convertirse en parte de una sustancia del paisaje”. ¿Alguna vez ha sentido que se deslíe en el territorio?
—Ja, ja, ja, ja, ja, sí, claro, hay varias cosas. Una, yo me he sentido el hombre invisible en Medellín y particularmente, yo creo que en la única calle en donde uno parece no existir, es ese pedacito entre La Playa y el Parque Bolívar, Junín. Para mí, eso sí me ha pasado ahí nomás, ni en ninguna otra, ni en el viejo Guayaquil, ahí sí. Es una calle que no sé cuántas veces la anduve, y la sigo andando y entonces yo paso es como si fuera yo, yo ya me metí en la calle, soy como la calle misma, eso no me pasa sino con ese pedacito nomás. Usted me puede decir, ¿por qué? No sé. Porque de todas maneras a mí me tocó en el imaginario cuando Junín era —a mí me llevaban más a Guayaquil— como la parte ya ¡uchhhh!, a donde iban los de la jai, como se decía. En donde quedaba el Club Unión, la gran oligarquía, y estaba el teatro Junín, pero curiosamente ese sí era muy popular.
—Usted lo conoció…
—Pero por fuera. Yo nunca entré. Estaban cosas como Versalles que ya uno ya en cierto nivel de estudios ya Versalles para uno era como una berraquera, eso se volvió histórico porque los nadaístas, porque Manuel Mejía, porque los poetas y porque ese señor era un encanto, don Leonardo —Nieto—. De ese tipo yo me acuerdo que nosotros, uno estudiante de la U de A, íbamos allá a veces a tomar un tinto y nos quedábamos todo el día y nunca nos echaba, qué berraquera, entonces por eso yo le cogí un cariño a eso que hasta los hijos de uno y quizá hasta los nietos seguirán yendo a Versalles, por los lazos.
“Entonces sí, esa es la única calle. Seguramente no es gratuito eso, pero yo no lo había pensado así. Yo lo pensé fue en el asunto de la seguridad, de que uno la puede andar con los ojos cerrados tranquilamente.
—Sí, sí, se trata de esa sensación de que somos una pieza más de esa sinfonía que constituye el conjunto de objetos que nos rodean.
—Ahhh, sí, lo que pasa es que en este libro no metí objetos, pero sí tengo muchos escritos sobre objetos, por ejemplo un libro anterior a este que se llama Tiovivo de tenis y bluyín, ahí hay muchos textos sobre objetos, una máquina de escribir, una cajita de música, pero aquí era otro asunto, más de la ciudad. De objeto ahí no hay, ni siquiera el órgano de la Metropolitana, que ahí hay una nota en la que hago un contraste entre el recital de órgano y el policía muerto como para mostrar dos aspectos de la misma ciudad: la violencia y a la vez la cultura y la sensibilidad. Eso fue tan impresionante, tan triste…
—¿Alguna vez ha llorado mientras escribe una crónica?
—Sí, claro. En general, escribiendo literatura y algunas crónicas, sí, claro porque es que a ver, es como cuando uno da una conferencia, uno se transforma, entonces escribiendo yo me transformo. De joven yo iba a cine solo porque lloro con ciertas emociones e impactos estéticos, lloro no tanto porque la película sea lacrimógena, sino porque…Por ejemplo, leyendo alguna cosa y escribiendo también, ciertas crónicas y ciertas cosas me da un… Sí, sí, sí, tengo que parar y todo.
—¿Recuerda alguna?
—Yo digo, no puede ser solo la pasión y la emotividad. Recuerdo alguna, sí hay varias. Yo creo que la de Junín, la del teatro Lido en cierto momento, como yo entré tanto a ese teatro y cuando lo veo casi que en decadencia, eso porque lo salvaron porque si no… A ver, otras sobre… cuando hice unas crónicas sobre los primeros almacenes por departamentos, el Caravana, pero como yo iba tanto a eso, eso fue más como una cosa sentimental, como yo iba con mi mamá, a ella le encantaba ir y allá lo llevaba a uno, compraba cuanta cosa inútil, entonces esa también, me impresionó volver a escribir pedacitos de esa historia, sí.
—Usted refiere mucho a su mamá. La figura materna es supremamente poderosa, al menos en este libro. De hecho, tengo registrado el número de páginas en las que la cita.
—Sí. Puede ser inconsciente, pero yo tengo una conciencia de eso también, pero no ahí.
Le leí un fragmento como para reafirmar mi observación porque por un momento me pareció ver un atisbo de duda en su mirada.
—“A veces me veo cogido de la mano de mamá, que era una señora gorda y rubia, que no esperaba en las escaleras, sino que iba rápido, casi arrastrándome para que yo no me detuviera a mirar a las damas de labios pintados y escotes amplios…”—Entonces no es consciente…
No, pero no, en la crónica no tanto. Lo que pasa es que yo en la cosa literaria pues hay una novela, en la Balada de un viejo adolescente, en que la madre es una figura muy importante; en cambio, hice otra que es la figura del padre, El sol negro de papá. Pero en la vida real mi mamá sí fue más clave porque mi mamá fue una gran contadora —eso lo supe después, ya grande—, ella toda la vida que yo la recuerde fue contando historias y pendejadas y cuentos y sueños y mentiras y entonces eso era muy particular, pero eso era como la vida normal y cotidiana. Una vez que alguien me preguntó, “a vos por qué te gustó escribir”. Y yo, no sé, ese no era nunca mi interés, mi interés eran otras cosas y de pronto me pongo a pensar que en mi casa siempre hubo un libro oral, y pues esa es una teoría, y el libro oral era ella porque es que todos los días nos contaba historias por la mañana y por la noche en la cocina, sobre todo en la cocina era muy importante, y el comedor, eran como los dos espacios en donde se narraban las historias.
“Yo vivía en un barrio que se llama El Congolo, en Bello y en una casa vivían unos muchachos y muchachas, era una familia como de diez, casi todos los mayores ya habían terminado en la U de A Medicina o Ingeniería, y uno de los que ya era de nuestra edad que se llamaba Álvaro me dijo, “oíste, vos, yo te voy a prestar un libro a vos que hablás tanta paja aquí en la esquina”. ¿Y sabés qué me prestó? Los dos tomos de Las mil y una noches, y entonces yo me fui para la casa y en una semana no me vieron en la cuadra y resulta que ahí fue cuando descubrí que en la casa yo tenía una narradora de esa índole, ¡claro, una Sherezade!
Le leí otro fragmento de texto en el que aparece la mamá.
—“Mamá, sin embargo, seguía mirando mercancías y curioseando entre bultos de bastimentos. ¡Colombia acaba de empatar el partido! ¡Cuatro a cuatro! Había una especie de ensoñación colectiva, pero mamá estaba al margen de aquello”.
—Sí, sí, fue muy presente como una narradora natural, sí. Pero uno no era consciente de eso sino hasta mucho después.
—Percibo también —me puedo equivocar— un aire muy nostálgico.
—Seguro.
—Lo digo porque, no la tengo citada aquí, pero en una entrevista que usted concedió dijo una cosa tan bonita, dijo algo así como que, cuando uno empieza a evocar es cuando uno se da cuenta de que los años han pasado…
Mientras hablábamos de la nostalgia y la memoria, Marcela nos ofreció el segundo café de la tarde; este con un tris de canela que le daba un toque campesino y que ella calificó como superior al primero que nos había alcanzado.
—Mi papá una vez nos dijo eso: “cuando usted empiece a tener recuerdos ya para usted existirá el pasado”. Y uno de joven, ¡cuál pasado ni qué nada! De alguna forma mi interés por la historia pudo haber sido por ese tipo de cosas: mi mamá con esos relatos del siglo XIX y en mi casa había unos libritos de historia antigua sobre Palmira y Babilonia y eso lo recuerdo, yo creo que por eso me hizo cogerle mucha pasión a la historia y la historia, como es el pasado, pues la nostalgia también. La nostalgia está despojada de historia. Es que ese es el problema, el problema de la nostalgia es que no tiene historia, pero es un principio de memoria, y la nostalgia siempre hace que sólo se recuerda lo bueno, digamos, por eso es el dolor por lo que ya pasó, la nostalgia es el dolor por lo que ya no existe y entonces a la nostalgia hay que ponerle historia para que queden los dos elementos, ya más racionalmente diseñado.
~~~~~
Próximo al cierre, o precisamente para cerrar este encuentro, no podía salir de allí sin que el escritor, el cronista, el periodista hablara de eso, de periodismo, justo en estos tiempos tan convulsos para los medios tradicionales.
—Dijo Gabriel García Márquez en el Discurso ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en los Ángeles, USA, el 7 de octubre de 1996, conocido como “El mejor oficio del mundo”, convertido en una frase que ya me resulta cliché, “El mejor oficio del mundo”: “Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario”.
Evidentemente, lo que usted ha hecho es eso, un periodismo concebido como literario; pero no todos lo creen así. ¿Usted cómo lo ve? Es decir, ¿cree como Márquez que “el periodismo escrito —todo periodismo escrito— es un género literario?
—No, no, no, no. Hay un periodismo que se hace con las técnicas de la literatura, de la novela, de los relatos y además con el rigor de la historia en la composición de fuentes, entonces no todo periodismo es literario; por ejemplo, el periodismo que se hace cotidianamente en un medio, en un noticiario, eso no, eso es simplemente información sin ninguna pretensión estética ni de estructuras, ni literarias ni de nada. De pronto en el periodismo más lento, en el que no es para el consumo diario ahí sí; el periodismo investigativo de gran aliento ahí sí hay que pensar en esas grandes estructuras literarias. Pero no todo periodismo, no; ojalá, eso es imposible.
“Yo creo que al hablar de periodismo la ética es también la posibilidad de darle lo mejor al lector y en el caso del periodismo literario es una opción muy, digamos, estupenda, que el lector pueda encontrar en un periódico una gran historia o dos grandes historias, cierto, pero estoy hablando ya como del pasado. No existe más. Ese periodismo se hace en libros o en revistas. Pero ya no, eso ya no, los periódicos son cada vez más malos, qué pena, son cada vez peores.
“García Márquez animaba mucho a la gente con eso, pero él sabía que ni todo periodismo es literario ni todo lo que él hizo tampoco.
—A propósito de la frase cliché: ¿Está de acuerdo con García Márquez con aquello de que el periodismo es el mejor oficio del mundo?
—Noooo, pues cada uno ama su oficio. A mí me parece que ser sastre me parecería un oficio muy interesante, pero como no lo conozco; o ser digamos un, como decía Bertolt Brecht, “Quien hizo a Tebas debe ser un albañil”, eso es mucho cuento, pero como a uno le gusta es este oficio entonces uno le pone lo que se llama la hipérbole. El médico dice, no, el mejor oficio es el de médico, el carnicero que el suyo es el mejor oficio, y nosotros decimos que es el periodismo, que ya no lo es, porque en un momento el periodismo al menos tuvo la posibilidad de darle voz a los humillados y ofendidos y ya el periodismo está más que todo al servicio del poder, que es propaganda más bien, lo digo en Colombia: el periodismo está atravesado por unos intereses mezquinos, por la mentira, la gran mentira, tapar la realidad, entonces no puede ser que eso así, sea el mejor oficio del mundo, pues se ha deteriorado y envilecido. Yo creo que hay que volver, al menos cada uno, los que son periodistas hay que volver a repensarlo, a repensar eso.
—Qué podemos hacer para retornarle esa dignidad.
—Quedaría una opción, el periodismo independiente y quién hace periodismo independiente en Colombia. Hay unas cosas muy bonitas en los barrios, en los periódicos de los barrios que salen cada dos meses, y que son muy bien confeccionados, hay una posibilidad de que se haga en los barrios y en las comunas cosas así porque la gente ama su territorio, ama su gente y quiere que los problemas que tienen se solucionen, entonces hacen notas, crónicas e investigaciones; ahí puede haber un filón, digamos, de ese periodismo interesante. Pero ya eso en los medios masivos, eso es un espectáculo deplorable más bien, cierto, como que se reguetonió todo ese periodismo, la superficialidad y la bobada pues, el elogio de la tontería en los periódicos en general.
—Para terminar, esos recorridos que hace por la ciudad me recordaron el espíritu del Flâneur, pero pienso también en un etnógrafo. Pregunto, cómo se considera más:
¿Etnógrafo urbano?
¿Un Flâneur, al mejor estilo baudeleriano?
¿Un voyeur?
—La etnografía es muy interesante cuando vos hacés un trabajo investigativo como el que hicimos con la profesora Mary Correa que hubo que hacer mucha cosa del antropólogo. Ahí es muy interesante, pero ya para crónica/reportaje, llamémosle así, de lo urbano, yo me considero sí un discípulo de Baudelaire sí, ja, ja, ja, ja, en ese caso. Cuando yo lo comencé a leer como por allá, Las flores del mal, cuando eran libros más bien prohibidos…
—Y el Spleen de París…
—Sí, y el Spleen de París. Yo hice un ensayo por allá hace tiempo sobre el Spleen, cierto, el Spleen de París y el concepto de Spleen, entonces yo sí creo que estoy más de ese lado, de leer la ciudad así, caminando, más que la etnografía y la antropología.
—Que es más técnica.
—Sí, pero digamos que todo eso es válido, aunque yo estoy más en ese mundo del caminante, del caminante que es capaz de crear un criterio. Un caminante sin criterio no da, pero con criterio sí, pero ese criterio uno se demora mucho para obtenerlo y para cultivarlo y para aprenderlo y aprehenderlo (las dos cosas), y para poderlo poner en uso: cuál es tu relación con el mundo y en este caso con lo urbano, entonces yo trato de mirar lo que en apariencia a nadie le interesa.
Para cuando hablaba de Baudelaire y esa romántica forma de ejercer el periodismo —hoy un lujo—, ya habíamos acabado el tinto y el sol se iba lento aunque nos había dejado su calorina.
Una vez la entrevista acabó, Marcela comenzó a quejarse de aquel bochorno insufrible y amenazó —mirándolo de soslayo— con tusarse de nuevo, y Spitaletta frunció el entrecejo ante esa idea loca que ya una vez cumplió y, como para cambiar de tema, advirtió que el ventilado nunca funcionó. Entre tanto, Dana olisqueaba, con cierto cansancio, mi pantalón.