Entonces, como ahora, las recomendaciones de cuidado fueron las mismas y la reacción colectiva, semejante. Sobrevinieron las compras frenéticas y el temor de que las sencillas medidas de lavado de manos, sana distancia y uso de cubrebocas, no fueran suficientes.
José Ameal tiene 105 años y debe ser el único sobreviviente de la pandemia de 1918 capaz de contar la historia. Aunque muy niño entonces, recuerda el paso de los ataúdes y el cierre de cortinas para que no presenciara el desfile de fallecidos en su Luarca natal, un pueblo asturiano de 2 mil habitantes donde el virus de la mal llamada gripa española cobro 404 vidas.
Había que mantener a los niños lejos del acontecimiento porque no eran cosas para ellos. No solo porque en la sociedad de la época el diálogo con los hijos era limitado, sino porque siendo potenciales víctimas era mejor no hablarles del tema.
Sólo con el paso del tiempo José pudo entender las dimensiones catastróficas de la pandemia que, en escasos meses, mató entre 20 y 50 millones de personas. La magnitud de la imprecisión obedece a que millones de muertes no se asociaron al virus y otras tantas jamás trascendieron, por estrategia militar proveniente de la Primera Guerra Mundial.
Lea también: Viviendo y aprendiendo
Para los niños del 2020 la realidad es radicalmente distinta. La actual, por el contrario, es la era del exceso de información y del conocimiento instantáneo de los hechos, debiendo los padres explicar a sus hijos qué es el coronavirus y cuáles sus riesgos. Más del 90 por ciento de la niñez está escolarizada y sabe bien por qué ahora la escuela está en la casa, algo en 1918 simplemente imposible.
La población mundial no llegaba a 1,800 millones, la informática y las megalópolis eran parte de un futuro inexistente. Empresarios alemanes, en febrero de 1919, con la pandemia aún activa, inauguraron la primera línea aérea comercial estando la gripa activa; el transporte principal, mercantil y de pasajeros, era marítimo y la guerra sólo multiplicó su flujo. En un siglo la sociedad dio un enorme giro y lo que entonces era misterio y secreto, hoy se comenta abiertamente.
El sigilo y desinformación de aquella época eran producto de otra hecatombe paralela, la cruenta y desbocada Gran Guerra donde perdieron la vida 10 millones de soldados, muchos víctimas de la gripa. Esa es una diferencia decisiva entre 1918 y 2020. El foco estaba en la Guerra, no en la pandemia.
Hacia el final del enfrentamiento, en abril de 1917, Estados Unidos se sumó a los aliados, transformó su ejército y reclutó, frenéticamente, 3 millones de jóvenes para los frentes de batalla. Sin embargo, perdió de vista que sus llamadas Fuerzas Expedicionarias, se encargarían de llevar el virus de la gripa a Francia.
El primer caso se detectó en el Fuerte Riley de Kansas, el 11 de marzo de 1918. Una semana después, el virus estaba en Nueva York, cruzó Atlántico en barcos de guerra estadounidenses y, al tocar suelo francés, se desperdigó como reguero de otra pólvora hacia las trincheras de los dos bandos y hacia una población civil ignorante del peligro que se cernía sobre ella.
Entonces, como ahora, las recomendaciones de cuidado fueron las mismas y la reacción colectiva, semejante. Sobrevinieron las compras frenéticas y el temor de que las sencillas medidas de lavado de manos, sana distancia y cubrebocas, no fueran suficientes. Ninguna de esas podía cumplirse en los frentes de batalla. Médicos y enfermeras fueron admirados y no pocos pagaron con sus vidas. No hubo cuarentena ni esperanza de vacuna y las muertes se ensañaron contra la población de 20 y 40 años sobrepasando la raquítica capacidad de los hospitales civiles y militares que tuvieron, en la segunda ola del otoño de 1918, su peor momento.
Le puede interesar: Dilemas del aislamiento
Los avances científicos, la mundialización en todos los órdenes de la vida social, la expansión insospechada de las comunicaciones, la circulación informativa instantánea y la inexistencia de una conflagración como la Gran Guerra, nos han puesto en condiciones mejores para enfrentar una amenaza como la actual. Sin embargo, llama la atención cómo olvidamos las lecciones de la pandemia de 1918. Un falso sentido de superioridad, basado tal vez en el desarrollo tecnológico y económico alcanzado hasta ahora, puede haber influido para ese olvido. Que tal omisión no se repita y los más jóvenes de ahora, testigos de primera fila de lo que estamos viviendo, prevengan tan costoso olvido.