La voz clamante de los tarazeños pasó casi desapercibida en los centralistas escenarios nacionales que por ahora permanecen ajenos al dolor y el miedo
Los acontecimientos de esta semana pusieron ante los ciudadanos y de la comunidad internacional los campos en los que persiste el conflicto: las regiones que no han conocido ni un momento de paz (ver gráfico) y los escenarios mediáticos y virtuales donde se libra la contienda ideológica que alimenta la polarización. En ninguno de esos terrenos hay tregua.
La ONU, el CICR y la Defensoría del Pueblo, cabezas del humanitarismo, han lanzado inequívocas alertas porque todos los departamentos sufren amenazas de por lo menos una organización criminal. Las instituciones y algunas ONG han destacado que en cinco o seis subregiones de siete departamentos nunca terminó el conflicto armado. En ellas, este crece en forma exponencial, por el fortalecimiento de antiguas organizaciones y el surgimiento de nuevas constituidas por farianos -el propio Rodrigo Londoño lo reconoce-. Todas nutren su accionar con los réditos de las economías criminales.
El paro cívico en Tarazá, entre el miércoles y jueves pasados, fue valiente y desesperada expresión de los habitantes del municipio que está en el centro de la intensa violencia que soportan el Bajo Cauca, el norte y el nordeste de Antioquia y el sur de Córdoba. Con la actividad, los ciudadanos reclamaron del estado el cumplimiento de sus obligaciones constitucionales de garantizar los derechos a la vida y la libertad brindando seguridad y justicia, posibles con la contención de los grupos guerrilleros y disidentes y las bacrim -que son el fruto de desmovilizaciones fallidas- así como de la delincuencia que se alimenta de la minería ilegal, el narcotráfico y la extorsión. También reclamaban condiciones para la vida en dignidad, mediante la prestación de servicios que garanticen los derechos sociales. La voz clamante de los tarazeños pasó casi desapercibida en los centralistas escenarios nacionales que por ahora permanecen ajenos al dolor y el miedo que allí habitan, como lo hacen en el Norte del Cauca, donde los líderes sociales apenas sobreviven; Chocó, donde los cercos alimentarios y el confinamiento acosan a indígenas y comunidades afro; lo mismo que en Catatumbo, Arauca y Tumaco, zona esta que empieza a ver una luz gracias a intervenciones recientes.
Ante el crecimiento de grupos criminales asociados a las economías ilegales, el Estado tiene la obligación constitucional de garantizar los derechos humanos, como bien lo señala el informe Retos humanitarios 2019, del CICR en Colombia. En el documento, el más reputado organismo humanitario del mundo señala que la firma del acuerdo final con las Farc (en noviembre de 2016) y desmovilización de las Farc (concluida en junio de 2017) no estuvieron acompañadas de presencia estatal integral para evitar el crecimiento de la minería ilegal, la extorsión, así como los cultivos ilícitos y el narcotráfico, lo que hubiera permitido, de contera, contener el crecimiento de los grupos criminales. Tal inacción es la que el Gobierno Nacional ha buscado contrastar mediante intervenciones integrales para el combate al crimen, mediante la presencia de Fuerza Pública; el control de los cultivos ilícitos, dificultado por los ataques a los erradicadores y las limitaciones para el uso de glifosato, y el combate a la minería ilegal. A esa voluntad de recuperación del territorio responden las órdenes verbales y escritas de los comandantes de las Fuerzas Militares y las distintas armas para que aumenten operativos y eficacia de la Fuerza Pública, siempre en el marco del respeto a los derechos humanos. Y es el descontento de mandos subalternos llamados a salir de su zona de confort lo que explica las tergiversadas interpretaciones de las órdenes superiores.
La revelación parcializada de las estrategias de las Fuerzas Armadas para hacer presencia territorial y ofrecer seguridad a la ciudadanía fue la piedra de escándalo que alimentó el otro gran conflicto del país, el ideológico, que se libra en redes sociales, medios de comunicación y algunos escenarios públicos, incluyendo al Congreso. En esta ocasión la guerra la desataron un informe prejuicioso contra el Ejército publicado en The New York Times y una dura acusación del editorial de ese periódico contra el gobierno del presidente Duque. Sobre el informe, el editor del periódico, Dean Baquet, respondió al Gobierno que “en ningún momento el artículo sugiere que el ejército colombiano ha emitido órdenes ilegales o inconstitucionales”, librando de sospecha a las autoridades. Las falacias del editorial fueron desmentidas por el valiente secretario general de la OEA, Luis Almagro, quien a partir del conocimiento de la MAPP-OEA precisó que “la paz en Colombia debe protegerse. Nadie lo tiene tan claro como el presidente Duque”. No hay que olvidar que Almagro es un líder de izquierda y, fundamentalmente, un garante de la democracia en el continente.