Cuidémonos de las aspiraciones de “cambiar a toda la sociedad”, de hacerle “desaprender” las lacras supuestas que los “progresistas” le inventan al pueblo para someterlo.
Según Claudia López, los colombianos, sobre todo los bogotanos, somos unos monstruos de maldad. Lo acaba de decir. Los calificativos que ella utilizó el 27 de octubre, en su discurso tras saber que había sido elegida alcaldesa, no son palabras en el aire. Esa declaración mostró bien lo que ella piensa de los habitantes de la capital de la República: son “machistas”, “racistas”, “clasicistas”, “homófobos” y “xenófobos”.
Ese fue el agradecimiento que les dio a los bogotanos por haberla elegido. ¿Si su mandato comienza así, con tales insultos, con tal desfiguración de la realidad psicológica y moral de los bogotanos, como será lo que viene? Es obvio que la llegada de ese personaje al Palacio de Liévano abre un nuevo periodo oprobioso para la capital, como los de Garzón, Moreno y Petro.
Claudia López dispone de un esquema preciso de la población bogotana. Ella dice que fue elegida por “las mujeres, los jóvenes y las familias hechas a pulso”. Sólo ella sabe qué contiene esa fórmula misteriosa. ¿La inmensa mayoría de las familias no enfrenten dificultades en algún momento? ¿No se superaron “a puro pulso”, como dice la conocida imagen castellana? Por ahora, tomamos nota de su principal advertencia: que trabajará para que en los próximos cuatro años “esta generación cambie a toda nuestra sociedad”.
¿Una generación qué es? ¿Solo las mujeres y los más jóvenes de la pirámide social? No, una generación es mucho más que eso. Según el diccionario Santillana, generación es “el conjunto de todas las personas que viven en una misma época”, personas que “han vivido los mismos acontecimientos y circunstancias”.
Podríamos decir entonces que los habitantes de Bogotá que nacieron en la década del 1930 hasta hoy es la generación actual de bogotanos: un conjunto grandioso de personas, de todas las edades y condiciones.
¿Qué quiere decir ella cuando habla de “esta generación”? ¿Se refiere a toda la población de Bogotá? Ella designa a una fracción de la población actual, “la que tiene 20 años”. Elogia a una minoría: la que votó por ella, es decir 1’108.541 personas, de los ocho millones de habitantes que tiene la capital, según las cifras aceptadas (ante la falta de un censo más reciente).
¿Esa minoría es la que “cambiará a toda la sociedad”? Si la doctora Claudia López, como la llaman sus admiradores, piensa lo que dice su advertencia produce escalofrío.
Esa minoría, según ella, no está contaminada de “machismo”, “racismo”, “clasicismo”, “homofobia” y “xenofobia”. Esa minoría podrá “desaprender” a la mayoría de los bogotanos, limpiar la población de esas taras.
¡Qué caricatura infame! ¡Que promesa siniestra! Deploro que la primera mujer elegida alcaldesa de Bogotá salga con tales babosadas el día de su elección. Por ese discurso injurioso ella debería pedir perdón a la ciudadanía. Bogotá puede tener muchos defectos pero su población no es como ella la pinta: “machista”, “racista”, “clasicista”, “homófoba” y “xenófoba”. Bogotá es, en realidad, una ciudad viva, multirracial, acogedora, trabajadora, inteligente, esforzada, atenta al bien común. Bogotá acoge en estos momentos a cerca de 313.528 inmigrantes venezolanos. Si fuera una ciudad xenófoba, racista, homófoba y machista los inmigrantes, y la población toda, vivirían en un infierno y los venezolanos serían víctimas de violencias masivas. No hay nada que se parezca a eso. La alcaldesa delira. Ella fabrica un discurso infamante para meter miedo, para culpabilizar a los bogotanos y al país. Culpabilizar para dominar, para reducir la resistencia de los ciudadanos, para “cambiar la mentalidad” de éstos. Es una vieja y siniestra historia.
Ese discurso es de talante autoritario. Ella parece ignorar lo que hay detrás del mito de querer “cambiar la sociedad”. El comunismo y el fascismo pretenden “cambiar” a los seres humanos, “emanciparlos” decía Marx, “exterminarlos” corregía Engels, para crear el “hombre nuevo”, anunciado por Lenin. Sabemos en qué paró todo eso. El comunismo detesta las ciudades, sus poblaciones son sospechosas. “El aplastamiento de las personas se acompaña de la devastación de su espacio”, escribió Antonio José Ponte, un cubano que estudió cómo Fidel Castro convirtió La Habana y la isla en un campo en ruinas. Pol Pot expulsó la población de Pnom Penh para masacrarla y “destruir todo vestigio de la sociedad anterior”. Stalin construyó bases militares camufladas y bunkers bajo tierra en Moscú y, sobre todo, creó un urbanismo especial: los gulags. Mucho antes de que Hitler edificara los campos de exterminio, donde perpetró el holocausto judío, 18 millones de personas fueron encerradas en los campos de Stalin, en 476 complejos carcelarios. La Stasi puso en pie la “vigilancia revolucionaria” de cada ciudadano de la RDA. Chávez/Maduro quebraron las ciudades y los servicios públicos de Venezuela y los pusieron bajo el control de la mafia bolivariana y del narcotráfico.
Cuidémonos de las aspiraciones de “cambiar a toda la sociedad”, de hacerle “desaprender” las lacras supuestas que los “progresistas” le inventan al pueblo para someterlo. En el imperfecto marco jurídico colombiano, la alcaldesa de Bogotá tendrá dificultades para purificar a los bogotanos. Pero no olvidemos que ella aspira a ser presidente de la República dentro de tres años.