Lo peor del asunto, es que no se está protegiendo el bien mayor de la libertad o el respeto por las normas jurídicas y los usos sociales, por amparar tras la condena al uso de las palabras las verdaderas intolerancias, los verdaderos atentados contra los derechos de las personas.
Nos hemos vuelto muy erráticos y sensibleros con el tema de la preservación y respeto de los derechos de las mal llamadas minorías y de los universos vulnerables. La picaresca popular construye frases que se repiten en ciertas circunstancias, casi siempre en broma, que aluden a la condición sexual de las personas, o que son piropos subidos de tono, pero que no pasan de ser meras palabras. Como van las cosas, el tan latino requiebro será muy pronto considerado acoso o discriminación. En esta radicalización de conceptos, decirle marica a un marica, negro a un negro, o mujer a una mujer, se ha vuelto actividad sospechosa, como cuando una mujer presentaba una verruga en la época de la inquisición, o cuando se poseía un libro sospechoso en pleno estatuto de seguridad.
Lo peor del asunto, es que no se está protegiendo el bien mayor de la libertad o el respeto por las normas jurídicas y los usos sociales, por amparar tras la condena al uso de las palabras las verdaderas intolerancias, los verdaderos atentados contra los derechos de las personas. Si decirle a una mujer expresiones obscenas o peyorativas es malo, lo es peor impedirle su acceso al mundo laboral, crear espacios solo para hombres, o limitarle su derecho al disfrute de su sexualidad; peor que decirle marica a un homosexual, es negarle su derecho a la convivencia legítima con quien quiera, impedirle la formación de una familia, señalarlo por su condición; y a un negro se le violenta, cuando el color de su piel lo vuelve ciudadano de segunda, se le margina y despoja.
Lea también: Decencia debe ser el nombre del poder
La integridad física, moral y pecuniaria de las personas es normada, lo mismo que el derecho a participar de la vida nacional en igualdad de condiciones para todos los ciudadanos. Nuestro Ordenamiento nos vuelve iguales e inviolables, y proscribe la discriminación. Sin embargo, subsiste entre nosotros la tendencia inveterada de despreciar a quienes no acatan las reglas de las apariencias y amenazan con la propia develación de gustos y condiciones escondidas, como la aparición de un negro en el árbol de la familia, que negaría la tan alardeada pureza étnica, o la verdad sobre lo que gusta o no gusta en el amor. Curioso es, entonces, que los ataques provengan en muchas ocasiones de los iguales: un cuarterón atacando a negros, o un gay de armario atacando el matrimonio igualitario.
En general, somos proclives a atacar en los otros las circunstancias que, en cuerpo propio, consideramos miserables. Lo que aquí se destaca es que por defender lo particular, descuidamos lo que nos hace respetables y permite la convivencia pacífica, que es la norma jurídica. Cuando alguien dice que la ley y las mujeres se hicieron para ser violadas, el juicio no puede quedar en la invitación a la violación carnal. Alguien con dignidades y funciones públicas, no puede hacer apología del delito, no puede asegurar que la violación es intrínseca a la norma misma. Si es así, matar, robar, calumniar, violar carnalmente, son acciones válidas. El asunto es que hay que respetar los derechos ajenos, y respetarse a sí mismo. La clave está en hacer de la Ley un todo que nos pertenece a todos.
Además: Contrastes del alma de un poeta