Así como aterran las organizaciones que amenazan, desplazan o asesinan a personeros de sus comunidades que trabajan por los derechos humanos, inquieta el aprovechamiento propagandístico de la tragedia.
Como era de temer, dadas las decisiones de impunidad para los responsables de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad, así como la renuencia a exigir a las Farc el desmantelamiento de su participación en la economía criminal, el período de posacuerdo ha sido de resurgimiento de conflictos políticos y de violencias promovidas por organizaciones criminales que aspiran a ejercer dominio territorial, aniquilando a organizaciones cívicas, civiles y políticas que trabajan por los derechos humanos y las garantías de participación en la democracia. Son estos hechos los que explican el inquietante crecimiento de la violencia contra líderes sociales y políticos tras la firma del acuerdo final, en noviembre de 2016.
La criminalidad contra líderes sociales y políticos es un enorme reto, con múltiples responsabilidades, para el Estado y los organismos internacionales que se han anunciado interesados en apoyar a Colombia en su empeño por avanzar hacia la prometida, y aún lejana, “paz estable y duradera”.
El país necesita claridad sobre los crímenes contra líderes sociales y políticos. Por tanto, se requiere afinar la definición de quién es un líder social o político, partiendo para ello de la idea generalmente aceptada de que es un ciudadano que ha logrado reconocimiento en su comunidad como defensor de los derechos humanos o trabajador por la democracia. Estas definiciones deben sustentar un sistema de información y una metodología de investigación que permitan aclarar también cuántos son los líderes asesinados, amenazados o desplazados, por su acción pública, así como cuáles son las organizaciones, o personas en caso de tratarse de agresiones particulares, culpables de tales crímenes. Dar claridad, sin exageraciones, equívocos o injustas y ofensivas minimizaciones, es deber de las instituciones judiciales y responsables de la política de derechos humanos. Para ellas es esencial el apoyo que ofrezcan organismos multilaterales, como Naciones Unidas, que se precian de haber desarrollado metodologías confiables en situaciones semejantes. Mientras existan cifras tan distintas como las que en Colombia tienen la Fiscalía General, la ONU, la Defensoría del Pueblo u ONG lideradas por militantes políticos, será muy difícil dar a esta tragedia su justa medida y actuar para prevenir la ocurrencia de estos crímenes, contener a los criminales y hacer justicia a quienes ya han sido víctimas.
Contexto y seriedad de los crímenes contra líderes sociales
La Fiscalía General de la Nación ha insistido en que en el 58% de los asesinatos de líderes sociales ha logrado avances importantes en el esclarecimiento de los hechos y judicialización de los responsables de los crímenes. Sus investigaciones le han permitido reconocer que cerca del 40% de los delitos obedecen a situaciones particulares, mientras que las restantes responsabilidades son de las bacrim, las disidencias de las Farc -en número sorprendentemente alto-, el clan del Golfo y el Eln. Los móviles, según las investigaciones judiciales, están asociados a la contención de los líderes que se enfrentan a las economías criminales (cultivos ilícitos y minería ilegal), bien denunciándolas o bien trabajando en las alternativas para sustituirlas; también es una causa frecuente de victimización el trabajo por la restitución de tierras o las actividades en juntas de acción comunal, organizaciones que se han declarado revitalizadas tras la firma del acuerdo final.
Los crímenes de líderes causan graves daños a las sociedades donde ocurren y deterioran la vida en sociedad. Por ello es imperativo para la justicia de identificar y judicializar a los máximos responsables de las organizaciones perpetradoras, así como es preciso que el Estado aumente su presencia integral en el territorio, mejorando las capacidades de las Fuerzas Armadas para combatir a las organizaciones criminales junto a las economías que las sustentan. Igualmente, las instituciones de justicia habrán de ser fortalecidas en sus capacidades de juzgar y condenar a autores materiales u determinadores de crímenes que destruyen el tejido social y los avances de la democracia local.
Así como aterran las organizaciones que amenazan, desplazan o asesinan a personeros de sus comunidades que trabajan por los derechos humanos, inquieta el aprovechamiento propagandístico de la tragedia, a fin de promover la idea de que el Estado y el gobierno cohonestan, o al menos dejan intencionadamente de contener. Quienes así actúan pretenden conquistar espacios políticos internos, y, sobre todo, convencer de ella a organismos de la comunidad internacional interesados en imponerle a Colombia enfoques de solución a sus problemas que en no pocas oportunidades son incoherentes con la impunidad regalada a los guerrilleros y la prevalencia de las economías criminales, causas estas sí ciertas de la creciente criminalidad que nos agobia.