Se cumplen setenta y dos años del asesinato de Gaitán. La Marginalia publicó el texto que sigue el 11 de abril de 2018, en el setenta aniversario. Aún no es seguro que Roa Sierra haya sido el asesino. Lo que sí es seguro es que fue el linchado…
Vivo muerto. Llevo setenta años así. Mi muerte sucedió minutos, quizá menos de media hora, después de la muerte del hombre a quien dicen que maté y no lejos de donde él murió. Pero de mí dicen muchas cosas, tantas que llegan a confundirme. Mi vida comenzó ese día, viernes nueve de abril, cuando se habló de mí como nunca antes. Si me preguntaran por qué diría que por estar donde no debía estar a una hora en la que todo el mundo prefiere almorzar y las calles están desiertas. Se ha hablado tanto, se ha dicho tanto que, en ocasiones, dudo y no me reconozco. Hay quien dice que ese día estaba sin afeitar, demacrado y que en mis ojos solo se notaba el odio. Otros dicen que llevaba un vestido café a rayas y sombrero oscuro. Otros dicen que el hombre que mató a quien dicen que yo maté era flaco, alto y con la cara manchada por las pecas. Yo no era alto, pero sí era flaco, ¿quién no era flaco entonces?, ¡ah! y no tengo pecas, soy más bien mestizo. Ahora, después de tantos años de muerto he intentado recordarme en ese viernes de abril y lo que viene a mi memoria es el vestido gris ratón que llevaba puesto ese día. Mi madre, doña Encarnación, lo ajustó a mi medida dos semanas antes, porque lo heredé de un hermano mayor, y me lo puse por primera vez el día que fui a la tienda de don Efraín a encontrarme con Luis Enrique Rincón, el que trabajó conmigo en la reencauchadora, y nos tomamos unas cervezas. Recuerdo ese día, no solo por el vestido, también lo recuerdo porque no teníamos con qué pagar la cuenta y don Efraín aceptó que dejara la cédula como prenda, porque me conoce desde hace tiempo. Se habló tanto de mí que hasta la foto de la cédula, que don Efraín entregó a la Policía para que hablaran de él y hacer un poco de publicidad al negocio, salió en la prensa. Se dijo también que me habían visto sin hacer nada, como esperando, en la entrada del edificio Agustín Nieto, donde quedaba la oficina del Doctor que dicen que maté y también que me vieron en la puerta del ascensor del cuarto piso donde trabajaba el doctor, incluso dicen que el día que nos mataron a él y a mí, me vieron recostado contra la pared en el descanso de la escalera. Lo que nadie ha dicho o quizá sí y no me he dado cuenta, es que la esquina de la carrera séptima con la Avenida Jiménez era la esquina del movimiento y mucha gente estaba por allí a esa hora y a todas las horas; cerca quedaba El Gato Negro, el Café Colombia, el restaurante Monte Blanco y la casa Kodak en la entrada del edificio Faure, contigua al edificio Nieto, donde vieron por última vez al hombre con pecas en la cara que parece, pero pocos lo dicen, mató al Doctor que dicen que yo maté. Para decir la verdad yo sí estaba por ahí cerca a la hora en que sonaron dos disparos seguidos, luego uno que pareció salido del revolver después de medir bien el tiro y al final un cuarto disparo que hubiera podido ser para distraer o asustar a los que estuvieran por allí. Yo vi salir al Doctor que mataron del brazo de otro hombre que acercó su cabeza a él, tanto como las alas de sus sombreros lo permitieron, y dijo algo al oído del Doctor, luego se retiró, y los disparos sonaron. El hombre que iba con el doctor desapareció entre el gentío que llegó de todas partes. Después fue el desorden total. La gente se acercó, rodeó el cuerpo ensangrentado que hizo algunos movimientos como si estuviera aún con vida hasta que otro hombre, uno de los que iban con él, se inclinó a su lado lo examinó y dijo: “¡aún vive, hay que llevarlo a una clínica!” pero entre el gentío escuchamos algo distinto: “¡…mataron a Gaitán…!” y se desató el tumulto. Uno de los testigos dijo que el hombre pecoso que tenía un revólver, no llevaba sombrero y parecía ser el asesino, estaba detrás de dos policías para que la gente no lo agrediera pero en el tumulto lo único que quedó de él fue el sombrero en el piso, pensé que era el del Doctor y toqué el mío para confirmar que aún lo llevaba puesto, que en el tumulto no lo había perdido. En ese momento el mundo cayó sobre mí, los policías me agarraron, los emboladores me golpearon con sus cajas de madera y sin ningún cuidado me metieron en un local abierto, una droguería si no estoy mal y cerraron las rejas para protegerme. ¿Protegerme de qué? me pregunté. El local de la droguería era pequeño y la gente afuera gritaba e intentaba agarrarme entre las rejas. Varias personas me preguntaron cosas que no supe responder y un hombre alto, rubio, de pelo corto, sin sombrero y bien vestido, en comparación con los otros, se paró al lado de la reja y gritó que había que linchar al asesino. Entonces tumbaron la reja y todos los brazos me agarraron, sentí un golpe tremendo en la cabeza y alcancé a ver una caja roja y amarilla de embolador que me golpeaba por segunda vez. El rubio alto y bien vestido seguía gritando que había que linchar al asesino. Y no sentí nada más pero escuché los gritos de la gente que llamaba a la revuelta y a las armas; y también vi, me vi, vi mi cuerpo arrastrado por la multitud que vociferaba contra el Gobierno y llamaba a la revuelta general. Cuando ya no tuve ropas de donde me agarraran quienes arrastraban mi cuerpo alguno amarró una corbata azul con rayas color naranja a mi cuello y con ella me arrastraron hasta el palacio de La Carrera, donde vivía el Presidente. Después vino la calma para mi, los manifestantes me abandonaron allí al borde de la acera pero los gritos y los disparos seguían pasando por encima de mi cuerpo desnudo. Solo sentí frío cuando unos hombres, que imagino de la Policía, tomaron mis huellas digitales y después me lanzaron a un camión donde había otra cantidad de cuerpos desnudos como yo. Todos muertos. No sabría decir cuando, tal vez uno o dos días después, alguien me reconoció por la corbata entre los arrumes de cadáveres en el Cementerio Central. Fue entonces cuando empezaron a hablar de mi. Empezaron a investigar a mi familia. Empezaron a preguntarse cómo habían vivido don Rafael y doña Encarnación, mi papá y mi mamá; o quiénes eran y qué hacían los seis hijos que aun sobrevivían de los catorce que tuvieron mis padres. Incluso fueron a preguntarle por mí a María de Jesús, Marujita como la llamaba cuando estábamos solos, mi mujer, mi amante, la mamá de la niña; le preguntaron si yo trabajaba, qué hacía y si en los últimos tiempos había tenido algún comportamiento extraño. Qué comportamiento extraño iba a tener yo si salía desde por la mañana a buscar trabajo y volvía a la casa por la tarde con los pesos que lograba conseguir por aquí y por allá, haciendo trabajos de mano. Hasta el alemán Gerd dijo que me había convertido al rosacrucismo y lo único que hice fue ir a preguntarle dónde podía ir a buscar trabajo y por eso dijeron que vivía como ensimismado. Llegaron a decir que el día que me encontré con Luis Enrique y dejé la cédula donde don Efraín había negociado con él para que me ayudara a conseguir un revólver, yo que ni siquiera hice el servicio militar y nunca había disparado un arma. Llegaron a decir que yo era gaitanista y que seguía todos los discursos del doctor Gaitán y que me los sabía de memoria y que pedía a mis hermanos que fueran gaitanistas también. Claro que mi mamá sí era gaitanista, mis hermanos no sé, imagino que sí, por la casa todo el mundo era gaitanista, menos los curas y los godos pero esos eran ricos y vivían en otra parte. Hasta la secretaria del doctor Gaitán que, por lo que me he dado cuenta en estos setenta años de escuchar hablar de ese viernes, no era de confiar, dijo que me había visto en su oficina con la intención de hablar con el Doctor y que nunca me había dado la cita, dizque, dijo ella, porque era para pedirle trabajo y que yo no tenía cara de nada. Y todo el mundo creyó que el pecoso que disparó era yo porque buscaba trabajo, ¡claro! ¿quién en Bogotá, en ese momento, no buscaba trabajo? y lo dicen como si yo fuera el único. Se ha hablado mucho de mí, llevo setenta años escuchando decir lo mismo, por lo menos cada vez que llega el nueve de abril y solo unos pocos se atreven a decir que lincharon al hombre equivocado a pesar de que la guerra, que comenzó ese día, y no ha terminado aun setenta años después…
© Saúl Álvarez Lara / 2018