Estamos cerca de lo que el genial novelista llamó “la invasión de los necios”: trivialidad, mentira, incoherencias, inexactitudes, vulgaridad
Hace un tiempo se conocieron unas interesantes observaciones de Umberto Eco sobre lo que a su juicio constituye uno de los problemas del uso de los medios informáticos actuales. Las redes -hoy son herramientas que parecen hacer parte de la naturaleza y de la rutina de millones de seres humanos corrientes- según el escritor italiano, comportan un drama: “el drama del internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad”. Estamos cerca de lo que el genial novelista llamó “la invasión de los necios”: trivialidad, mentira, incoherencias, inexactitudes, vulgaridad. Cada quien puede comprobar que su propio aparato celular es también el receptor de una marea de realidades virtuales más o menos vulgares: imágenes, mensajes breves y extensos, textos, comentarios sobre lo divino y lo humano, noticias, recetas, videos. Lo que inunda nuestro celular requiere de sesiones periódicas de limpieza y borrado. Estas sesiones de aseo informático son tan laboriosas que se corre el peligro de hacer muy difícil el discernimiento entre lo superfluo y lo importante, entre lo falso y lo cierto, entre lo que es sólo pérdida de tiempo y lo valioso. Con facilidad muchos pueden comprobar esto al realizar de modo rutinario la atarea de borrar archivos guardados previamente de modo automático en la portentosa memoria de un celular común.
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Hay algo que se añade a esta marea en el mundo de la “post-verdad” y de la hipertrofia de los derechos y de la libertad de expresión interpretados de modo subjetivo por cualquier hijo de vecino: todos opinamos sobre economía, teología, medicina, cartas astrales, fútbol, derecho, política. Simplemente por el hecho de articular algunas palabras llegamos a creernos idóneos para decir o escribir cosas. En el caso concreto de las palabras en las redes, de escribirlas de modo menos que mediano: hagamos apenas mención a la destrucción de la ortografía y de las reglas gramaticales que también caracteriza a estas nuevas maneras de comunicarse e incomunicarse.
El diccionario se refiere a lo vulgar como lo que carece de novedad e importancia, o de verdad y fundamento. Vale esto para los lenguajes y actitudes, y para las imágenes que atropellan a diario al “homo informaticus”.
Con frecuencia –más que inoportuna- nos topamos con insultos, con palabras que hieren, con generalizaciones y referencias personales que bordean la calumnia. Como si todo ello fuese lo más natural. Como si reír al ver caídas de transeúntes ingenuos o torpes fuese algo terapéutico o noble: en realidad, la vulgaridad es apenas lo grosero, lo común, lo de mal gusto. Vivir en medio de ello no lo convierte en garantía de valor, al contrario, expresa la grave confusión del valor con el antivalor. Un lodazal de confusiones y de desorientación.
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Nicolás Gómez Dávila, pensador que siempre se refirió a las fuentes originales del saber y quien no tuvo que lidiar con el internet advierte en sus Escolios: “La opinión vulgar no es la opinión del simple vulgo, sino la opinión del vulgo que pretende no serlo”; “Escribir de manera vulgar le garantiza hoy al escritor un amplio círculo de lectores” y añade: “Toda persona decente acaba lamentando la mayoría de los adelantos técnicos de estos dos últimos siglos”.
En todo caso, bien valen la pena cada día unas horas de desconexión de la red y otras de celular apagado. Así nos libramos de una carga de vulgaridad, de desorientación y de mal gusto, carga que al parecer, se está convirtiendo en algo obligatorio: hay que despejar un poco la mente y el corazón, y para ello, es menester alejarse de lo común, tomar distancia de lo vulgar.