Las primeras películas de Víctor Gaviria

Autor: Pedro Adrián Zuluaga
5 marzo de 2017 - 02:00 PM

El crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga comparte el primero de los tres apartes de uno de sus textos académicos sobre las obras del director de La mujer del animal, Víctor Gaviria, quien la semana pasada regresó a la cartelera nacional, tras decenio y medio de ausencia; que compartirá con los lectores de Palabra&Obra. 

Medellín, Antioquia

“Algún día, pienso, escucharemos en la pantalla las palabras menores”. Víctor Gaviria. El campo al fin de cuentas no es tan verde. 1982.

La parte alta y el barrio bajo: la otra lengua
La obra cinematográfica de Víctor Gaviria empieza a finales de los años setenta en una Medellín que se abría a una segunda, definitiva y traumática modernización. Las señales de los cambios que habrían de venir para la ciudad ya se insinuaban en gestos menores, que representaban un extraordinario desafío para la sensibilidad siempre atenta de Gaviria. Éste era por entonces un joven poeta que había desistido de la psicología para emprender la huida hacia un primer grupo de amigos reunido a en torno a la Revista Acuarimántima, la Cinemateca El Subterraneo y la promesa democratizadora del formato Super 8, que ofrecía la ilusión de un cine al alcance de todos.
En 1979 Helí Ramírez publicó En la parte alta abajo, un humilde volumen de versos que habría de significar para Gaviria una verdadera revelación. Allí estaban las palabras otras, los humildes murmullos, la invención de una lengua que nombraba la ciudad con la lógica poética de los barrios altos. Es imposible saber en qué año Gaviria leyó el librito de Helí, pero una misma urgencia llevaba a ambos a buscar el ser de las cosas en la casa del lenguaje: el lenguaje como casa del ser. En una crónica que escribió en esos tiempos fundacionales, El lenguaje de la piscina, Gaviria dejó ver su desconcierto ante el lenguaje aparentemente desarticulado que escuchaba entre el grupo de niños con el que hizo su primer cortometraje, Buscando tréboles: “Se gritan una frase enigmática que tal vez revela la vida de los dormitorios, la vida de los buenos y los malos olores que dividen su territorio apasionado” ( Víctor Gaviria, citado en: Jorge Ruffinelli, Los márgenes al centro. 2004, p. 56).
1979 es también el año en que Gaviria realizó su ya mencionado primer trabajo, Buscando tréboles, en la Escuela de Ciegos de Medellín, filmado a la manera del cine observacional de Frederick Wiseman. A pesar de las mínimas intervenciones autorales, esta película de nueve minutos tiene una singular capacidad de observación y un aliento lírico que los  jurados del Primer Festival de Super 8 (1979) supieron valorar. El propio Gaviria la recuerda como “una peliculita que la hicimos muy fácil, muy como niños… muy como Herzog, pero al mismo tiempo tenía para nosotros cosas muy bonitas, con un montaje completamente asociativo, nada de narración, sino solamente imágenes unas tras otras”. (Víctor Gaviria, citado en: Fernando Arenas, Víctor Gaviria en flashback, Kinetoscopio núm. 25, julio-agosto de 1994, p. 7). El Nuevo Cine alemán, que se empezó a ver en Medellín gracias a las gestiones del crítico de cine Luis Alberto Álvarez, va a atravesar con su influencia las primeras películas de Gaviria: “Ese cine nos sacó del prejuicio que teníamos, de que las películas las hacían apenas los viejos… nos puso a pensar que estaba también a nuestro alcance”. El galardón obtenido por  Buscando tréboles permitió un nuevo rodaje de la película, esta vez en 35 mm.; era la dinámica de producción de un cine dependiente de un mínimo circuito de exhibición y que subsistía con el dinero ganado en premios y convocatorias. 
El movimiento superochista, a través de festivales, muestras, concursos e incluso una revista (Super 8, publicada por la Cinemateca Distrital), estaba generando en el cine colombiano, por primera vez en su accidentada historia, la posibilidad real de una expresión independiente y de autor, asociada a la reducción de costos de producción. Luis Alberto Álvarez, quien había regresado de Europa y ya escribía sus influyentes columnas en el  periódico El Colombiano, celebró los logros de algunas películas en Super 8, al mismo  tiempo que alertó sobre las potencialidades y limitaciones del formato. En 1983, a  propósito de Será por el silencio de Juan Escobar y Regina Pérez, escribió: “El Super 8,  pese a las limitaciones enormes de una imagen diminuta y de escasa resolución, de un material sometido al automatismo comercial de los laboratorios, pese al titánico esfuerzo que supone montar el mismo material de cámara con un equipo de edición de juguete, pese a las mínimas posibilidades de una banda sonora primitiva, que no permite elaboraciones complejas, pese a todo esto, es un sistema que facilita una concentración, un ritmo de trabajo y una libertad artística que los tejemanejes de una producción costosa bloquearían muy fácilmente. Pero el Super 8 está, irremediablemente, condenado a desaparecer ante el avance de la tecnología video” (Luis Alberto Álvarez, El cine de Juan Escobar y Regina Pérez. La inspiración ‘amateur’, Páginas de cine Vol. 1, Medellín, Universidad de Antioquia, 1992, p. 48.).
Pero seguirá siendo en Super 8 que Gaviria realice sus tres siguientes trabajos: Sueños  sobre un mantel vacío (1980),  La lupa del fin del mundo (1981) y El vagón rojo (1981), al mismo tiempo que mantiene una intensa actividad como poeta y cronista. En estas obras  primeras Gaviria empieza a perfilar un método de trabajo marcado definitivamente por el ejercicio de la amistad, a la vez que tantea en busca de una poética propia. Aún hoy, tres décadas después, sus películas, mejor terminadas quizá que aquellas de los comienzos, son el resultado de infinitos diálogos previos con amigos, en los que el oído siempre atento del director busca darle expresión a un universo de pequeñas acciones, gestos y tartamudeos, de insinuaciones que antes de ser transformadas por la dramaturgia del cine, apenas se atrevían a ser.
La timidez y la distancia caracterizan pues la primera aproximación de Gaviria. El autor, detrás de la cámara, se hace pequeño y casi invisible, gracias además a la ligereza del formato Super 8, para darle paso con más fuerza al mundo nuevo que está descubriendo. Porque la obra temprana de Gaviria tiene el asombro de las primeras miradas. En una de las crónicas reunidas en  El campo al fin de cuentas no es tan verde (1982), el autor resume en dos frases la poética de “El tío Miguel”, un personaje recurrente por estos años en las evocaciones de Gaviria: “La poesía no copia ni repite la realidad, nos permite sentirla. Sentirla y a la vez imaginarla. Recrearla, volver a vivirla” (Víctor Gaviria, citado en: Jorge Ruffinelli, Los márgenes al centro, Op. Cit. p. 57). La obra del director de Rodrigo  D  se podría muy bien resumir en ese intento de realidad rediviva que es cada una de sus  películas, incluso las más tempranas.
El sentimiento de recreación de una vida carcomida por el paso destructor del tiempo, es muy fuerte en Sueños sobre un mantel vacío, un documental que a manera de retrato de artista nos permite entrar en el universo personal de la pintora Dora Ramírez. El espectador acompaña a la artista en su regreso a la Casa, “por un punzante capricho de volver y registrar el avance del deterioro, el avance del polvo y la maleza, que simboliza para mí la vida truncada en esta ciudad” (Dora Ramírez en Sueños sobre un mantel vacío. 1980). Sueños… más que un retrato exhaustivo de la artista con  pretensiones biográficas totalizantes, es la crónica de un sentimiento de pérdida del paraíso, simbolizado en el hundimiento irreversible de la casa arquetípica. En ese sentido, este documental no está tan lejos como parece del mundo infantil que se reconstruye en Buscando tréboles, La lupa del fin del mundo y El vagón rojo. Tanto la casa grande como el universo evocado de la infancia remiten a lo irremediablemente perdido, a las irrecuperables fuentes de la vida. No es gratuito entonces que el sentimiento de devastación se prolongue desde Sueños sobre un mantel vacío hasta La lupa del fin del mundo y El vagón rojo. En La lupa… el presentimiento del fin del mundo marca el ánimo de los niños  protagonistas, mientras en  El vagón rojo, tres personajes, también infantiles, caminan por una estación de trenes fantasma, presencia de un pasado desparecido, de “la vida truncada en esta ciudad”, y anuncio, por tanto, del No futuro que les espera a estos pequeños. Como lo insinúa Ruffinelli, en El vagón rojo  hay una especie de boceto de un tipo de personaje melancólico y excluido que despierta mucho interés en el poeta y el cineasta, y que tendrá su culminación en el protagonista de Rodrigo D. No futuro  (1990), interpretado por Ramiro Meneses. Un personaje prefigurado también en versos como: “Ustedes no son nada, pero  sé que dentro de sus pechos / y sus cabezas vacías, resuena cada mañana el silbido / del Tiempo, puro, nítido, / el silbido de la larga mañana del Tiempo, / que es deslumbrante  para todos” (Víctor Gaviria, Existen alumnos especiales, Durante todos estos años, Medellín, Comfama - Metro de Medellín, 2008, pp. 26-2).
En Sueños sobre un mantel vacío ya es perceptible la incomodidad de Gaviria frente las fórmulas estandarizadas del documental, y su sospecha sobre la aproximación propia del reportaje televisivo. Años más tarde, en la ponencia “Del documental y sus habitantes”, se lamenta de que estemos invadidos por los relatos del periodismo y su práctica de cubrir, literalmente, la noticia. A ese objeto de conocimiento que es la realidad, “el periodismo […] trata de cubrirlo, como ellos [los periodistas] dicen, ponerlo en escena flagrantemente  por el reportero, que se pone en primer plano frente a la cámara y frente al espectador, mientras al fondo está la caótica realidad, organizada y encubierta en forma de noticia” (Víctor Gaviria, “Del documental y sus habitantes”, Kinetoscopio núm. 26, julio-agosto de 1994, p. 87).
Su  prolífica producción de documentales en los años ochenta será una respuesta al reto de  plantear otro lugar de enunciación para el documental, donde se pone en crisis necesariamente la posición del documentalista. En trabajos como Los cuentos de Campo Valdés (1987), nuevamente sobre niños ciegos, el documentalista elige lo que Ruffinelli llama “una invisibilidad absoluta” (Jorge Ruffinelli, Los márgenes al centro, Op. Cit. p. 128), para dejar que el relato de un día en la vida de sus  protagonistas se desarrolle sin ningún carácter explicativo o didáctico. En general, todos los documentales de este periodo, producidos en su mayoría por la empresa Tiempos Modernos y destinados casi siempre a la televisión regional, tienen acercamientos sorprendentes, ya sea a los personajes (Darío Lemos: un retrato, 1989), a las historias (Lo que dañaba a mi hermano era la edad, 1989) o a las ambientes (El obispo llega el 15, 1988).

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