El crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga comparte el último de los tres apartes sobre las obras del director de La mujer del animal, Víctor Gaviria, quien la semana pasada regresó a la cartelera nacional, tras decenio y medio de ausencia.
La tradición traicionada
En Que pase el aserrador y Los músicos, Gaviria demuestra una compenetración natural con las formas orales propias de la cultura antioqueña, y una notable desenvoltura para filmar en exteriores, para darle vida al paisaje. “Que pase el aserrador”, el cuento de Jesús del Corral, celebra sin mayores miramientos una tradición picaresca victoriosa como visión del mundo propia de la región y donde la oralidad está incluida en los propios mecanismos de enunciación. La adaptación de Gaviria conserva la mayor parte de elementos presentes en el cuento, que se desarrolla a finales del siglo XIX en medio de una de las muchas guerras civiles que desangraron al país, pero, al decir de Luis Alberto Álvarez, el cineasta emprendió un camino distinto. “Que pase el aserrador es, para él, la forma literaria concreta de un espíritu, de unas experiencias, de una cultura, de un modo de ser y de hablar de los que él forma parte” (Luis Alberto Álvarez, “Que pase el aserrador. La brillante traición”, Páginas de cine Vol. 1, Op. Cit. p. 65.).
Los músicos, una suerte de road movie que se desarrolla entre las poblaciones de Sucre y Liborina, está atravesada por una atmósfera de tensión sin énfasis dramáticos, que le permite a Gaviria, una vez más, concentrarse en la reconstrucción de ambientes, más que en desarrollar las tenues líneas narrativas. Este mediometraje, adaptación libre de un cuento del portugués Cardozo Pires, se ubica históricamente un año antes del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, que desencadenaría la llamada Violencia política colombiana. Aunque la película no es explícita en su exposición de la violencia, Gaviria crea una atmósfera de oscuros presentimientos, donde lo rural está lejos de representar el territorio de lo idílico.
¿Son estos dos trabajos simples evocaciones nostálgicas del pasado? Desde luego que no. Aunque Gaviria despliega una gran habilidad para captar detalles únicos y reveladores de unas formas de vida extintas, ni Que pase el aserrador ni son ilustraciones acumulativas o fetichistas, destinadas a la glorificación de elementos populares o de la tradición. Al contrario, la inadecuación de Gaviria frente a su propia cultura es perceptible en la melancolía con la que filma algunos momentos, como presintiendo en ellos las señales del terremoto social que le esperaba a la ciudad.
Para el investigador Raymond Williams (véase La tradición de Antioquia la Grande: De Frutos de mi tierra (1896) a El día señalado (1964)”, Novela y poder en Colombia 1844-1987, Bogotá, Tercer Mundo, 1991, pp. 165-200.), la cultura antioqueña está influida principalmente por tres factores: el primero es su tradición de igualdad, que habría fomentado unas formas culturales basadas en lo popular y regional y en la costumbre oral de narrar historias, como puede verse en “Que pase el aserrador” o en “Simón el Mago”, un cuento de Tomás Carrasquilla adaptado en 1994 por Gaviria. Para Williams, estos elementos de oralidad distancian la cultura antioqueña de los modos escriturales y elitistas utilizados en el altiplano, que corresponden a las características de lo que Ángel Rama llamó la “ciudad letrada” y sus estructuras de exclusión o a lo que Malcolm Deas definió como las relaciones entre la gramática y el poder (Véase Malcolm Deas, Del poder y la gramática. Y otros ensayos sobre historia, política y literatura colombiana, Bogotá, Tercer Mundo, 1993; y Ángel Rama, La ciudad letrada, Hanover, Ed. Del Norte, 1984), que más adelante veremos expuestas con bastante claridad en el personaje de Fernando en La virgen de los sicarios, tanto en la versión literaria como en la fílmica. Para Gaviria, en abierto contraste con la visión del gramático Vallejo:
“En la simple expresión están las historias acumuladas de muchas personas con sus dolores y esperanzas. No me refiero […] al argumento, sino a la historia como memoria sinuosa, repetitiva, violenta, poética e incomprensible. […] El lenguaje de los personajes marca por supuesto una historia de frontera. A mí me parece importante y hasta necesario enfrentarse a esa extrañeza y que de alguna manera el espectador no entienda. El lenguaje, las palabras y hasta los grandes silencios de los actores hablan de y desde la experiencia, una experiencia que por definición se nos escapa, y que nos parece una serie de distorsiones, entre las cuales la lingüística es por irreductible ciertamente una muy agresiva. En otras palabras, lo que violenta al espectador no es la monstruosidad abstracta del lenguaje sino lo que ésta significa como diferencia” (Víctor Gaviria en entrevista con Carlos Jaúregui, “Violencia, representación y voluntad realista”, Imagen y subalternidad. El cine de Víctor Gaviria, Revista Objeto Visual. Vol. 11, núm. 9 (julio), Cinemateca Nacional de Venezuela, p. 99.).
El segundo elemento distintivo de la cultura antioqueña, según Williams, es la fuerte presencia de una oralidad primaria en ciertas áreas rurales, durante el siglo XIX, y que produjo un impacto en la cultura escrita como se puede comprobar en Carrasquilla. El tercer elemento es la profunda reacción contra la modernidad en el siglo XX que podría ser explicada como un rechazo a la industrialización y sus valores, como un sentimiento de nostalgia del ambiente rural del siglo anterior, o como un deseo de parte de la élite de mantener una sociedad paternalista, amenazada por el desarrollo industrial. Williams concluye que todas estas manifestaciones son tan sólo sentimientos de nostalgia frente a la pérdida de la cultura oral.
Sería simplista decir que la obra de Gaviria, incluso antes de Rodrigo D., se mueva cómodamente en las coordenadas definidas por Williams para delimitar el campo cultural antioqueño. La tradición de igualdad, bastante discutible por cierto, se transforma en el tiempo de Gaviria en la anárquica movilidad social promovida por el narcotráfico, que habría encontrado un terreno fértil en una sociedad proclive a los atajos legales y a las prácticas comerciales poco escrupulosas.
En la Antioquia de las décadas del setenta al noventa, en las cuales se desarrolla el grueso de la obra de Gaviria, la anomia social se instaló inmediatamente después del institucionalismo católico, en un proceso de modernidad postergado tal como el que describe Rubén Jaramillo Vélez (Rubén Jaramillo Vélez, Colombia: La modernidad postergada, Bogotá, Argumentos, 1994), donde nunca hubo “tiempo” para un proceso de secularización, siempre obstruido por el poder de la iglesia y el conservadurismo de las élites, empeñadas en hacerse del pueblo una imagen de minusvalía física y mental para preservar el orden paternalista y patriarcal que Williams llega a confundir con la tradición igualitaria.
Mirado en el espejo de esa tradición, ciertamente marginal y no pocas veces reprimida, pero no por eso menos presente en la corriente sinuosa de la memoria social, el lenguaje de los personajes de Rodrigo D. o Yo te tumbo tú me tumbas se vuelve el resultado de un proceso histórico: deja de ser una excepcionalidad indescifrable para recuperar su lugar en la cultura de la región antioqueña. A través del lenguaje Gaviria restituyó estos sujetos a la tradición que les dio origen, les otorgó un lugar en la corriente aparentemente amorfa de los hechos: sus cuerpos desechables y abyectos tuvieron la posibilidad de ser representados.
En Gaviria es a través del lenguaje que saltan a un primer plano las miradas subalternas y oblicuas sobre el mundo. ¿Pero puede tener voz alguien a quien las lógicas del mundo social han condenado a la posición de subalterno? La escritora india Gayatri Spivak, quien se plantea la pregunta (Gayatri Spivak, “¿Puede hablar el sujeto subalterno”, El marxismo y la interpretación de la cultura, Basingstoke, Macmillan Educación, 1988.), responde que el subalterno, como tal, no puede hablar, a pesar de que se le identifique a menudo con la oralidad: su subalternidad consiste, precisamente, en carecer de importancia o valor dentro de los códigos socioculturales dominantes: puede hablar pero no será oído. Para el investigador John Beverly, el cine de Gaviria soluciona este impasse al permitir que el subalterno hable desde su subalternidad, dándole el rol de estrella o protagonista y evitando lo que Foucault llama “la vergüenza de hablar por los otros”, característica del intelectual progresista (John Beverly, “’Los últimos serán los primeros’: Notas sobre el cine de Gaviria”, Imagen y subalternidad. El cine de Víctor Gaviria, Revista Objeto Visual. Vol. 11, núm. 9 (julio), Cinemateca Nacional de Venezuela, pp. 70-81.).
Ese lugar del subalterno que habla en sus propios términos es uno de los elementos más problemáticos del cine de Gaviria –especialmente en su relación con un espectador que puede llegar a interpretar la fidelidad al lenguaje de los personajes como una agresión–, pero al mismo tiempo es lo que mejor define la originalidad y el horizonte ético de la obra cinematográfica del director antioqueño. Lo que este artículo propone es que los subalternos siempre hablaron en el cine de Gaviria y que su interés por las palabras menores fue lo que lo condujo inevitablemente al margen social que su cine no ha abandonado desde Rodrigo D., cuando se volvió imposible mantenerse en la evocación infantil y en el lamento por el paraíso perdido.
Esas palabras menores, paradójicamente, son la condensación de la voz de un sujeto colectivo, conformado por una larga lista de excluidos. En la obra entera de Gaviria los personajes hablan pero a la vez son hablados por la tradición que encarnan: el lenguaje es una axiología, una visión del mundo, que a partir de Rodrigo D. se vuelve una axiología que lleva implícita una desvalorización del otro (Alfonso Salazar, “Violencias juveniles: ¿contracultura o hegemonía de la cultura emergente?”, Viviendo a toda: jóvenes, territorios culturales y nuevas sensibilidades, Humberto Cubides, María Cristina Laverde y Carlos Eduardo Valderrama (eds.), Bogotá, Fundación Universidad Central, 1998, p. 124.). Y en las periferias, donde las subalternidades son colectivas más que individuales, el lenguaje transmite de manera vívida los valores de la comunidad marginada.
El sujeto colectivo operó como un fetiche para el Nuevo Cine latinoamericano posterior a la Revolución cubana y en general para los cines del Tercer Mundo, empeñados desde el comienzo de los sesenta en un proyecto político de concientización de las masas a través de películas de alcance épico y eminentemente ideológicas.
Pero en Gaviria, esa voz colectiva se construyó al lado de los sujetos filmados y en sus propias condiciones de enunciación. La otredad radical de esos discursos no es reducida por el director para tranquilidad y bienestar de los espectadores (como en la mayoría del cine comercial y popular, que en Colombia es representado en figuras como Nieto Roa, Dago García o Harold Trompetero), ni intercambiada por cifras demostrativas o voces en off como en buena parte del Cine Político latinoamericano. Gaviria cree, como Tomás Carrasquilla, una de sus grandes influencias, que el alma de una colectividad es el lenguaje y éste no puede ser traicionado: “la palabra es el alma, entonces no hay mejor camino para conocer al individuo y a la colectividad. Por eso no puede cambiarse por otra más correcta ni más elegante, pues se despojaría a los personajes de su nota más genuina y carecerían de toda verosimilitud” (Tomas Carrasquilla, citado por: Juan Felipe Restrepo, “Carrasquilla ensayista”, Revista Universidad de Antioquia núm. 291, enero-marzo de 2008, p. 43.).
Mantener la integridad del lenguaje parecería una operación menor en el dispositivo fílmico de Gaviria, pero bien sabemos que es lo que más incomoda de sus películas y lo que a él lo ha obsesionado desde sus comienzos en el cine, la crónica y la poesía. No se puede menos que agradecer su coherencia.