Decimos recorrido en tanto interiormente nos estamos reconociendo a nosotros mismos como hijos de la familia humana
La persona que camina va estableciendo lo que Charles Moore califica como hitos en un recorrido, es decir, los lugares en que, inconscientemente, el cuerpo se detiene porque hay siempre un lugar preferido, porque se busca conversación, y, ya cargado de nuevas palabras, reanudar el camino hacia la dirección trazada. Los diseñadores urbanos hacen dibujos abstractos que de inmediato el caminante pone en entredicho cruzando por donde la lógica del terreno lo dicta, de manera que a los días se logra distinguir en el césped el trazo del verdadero sendero consagrado por la lógica del peatón. Uno buscaba los recorridos que había llegado a amar, escogencia que se basaba en la calidad de la calle, en el misterio que establece siempre una alta tapia coronada de veraneras, o en las calles dominadas por la actividad del comercio con sus más variopintos actores, los choferes, los bulteadores, los que siempre están obstaculizando el paso, los payasos que ofrecen mercancías, las señoras que buscan las rebajas. La definición de calle nace de esta escogencia vivencial en la cual están involucradas las imágenes que nos dieron el cine, los libros, decimos recorrido en tanto interiormente nos estamos reconociendo a nosotros mismos como hijos de la familia humana. La famosa Carta de Atenas en la cual se detallaban las medidas y las condiciones a tener en cuenta para que un poblado se transformara en una ciudad, cometió el terrible error de considerar la calle como un trazo recto que une dos puntos entre sí como si la calle se limitara a cumplir despiadadamente una función estricta, olvidando que entre A y B se dan, mientras caminamos, infinidad de opciones como el encontrarnos con un amigo a quien hace años no veíamos e invitarlo a tomar una cerveza, como el observar un piquecito de fútbol de niños o mirar quedamente la tarde, actividades no reducibles por el estéril racionalismo de un urbanismo sin alma o como sucede en el Medellín actual, a una salvaje improvisación que ha sido capaz de ir destruyendo las aceras, la escala necesaria de los parques, matando calles sin piedad alguna.
Con clarividencia el urbanismo y la Planeación en la Alcaldía del Dr. Ignacio Vélez Escobar en 1968 replanteó las aceras como elemento urbano indispensable en una Medellín moderna. Si ya el Plan Regulador había sabido dar respuesta a estas necesidades en barrios tradicionales como La América creando en Laureles y El Estadio una malla urbana moderna a escala siempre del peatón ¿Qué catástrofe sucedió a nivel de estos conceptos para que en las dos últimas décadas el peatón haya sido ignorado trágicamente? Las estadísticas nos dicen que cerca de 150 peatones mueren al año atropellados en calles mal señalizadas, invadidas por un enloquecido tráfico vehicular y no hablamos de quienes sufren amputaciones y quedan inválidos para siempre, la cifra es espeluznante y pone de presente lo que supuso desde entonces la fetichización del vehículo, la privatización del transporte público, una mediocre burocracia y la ausencia agresiva de un replanteamiento de las aceras para racionalizar la circulación impidiendo las agresiones al peatón quien, bajo la ideología del progreso, quedó abandonado a su suerte, convertido en un paria en la ciudad que sólo él define.