Tal vez sea necesario comprender que la violencia de género no es un fenómeno aislado, hay que abordarlo con la lógica de la totalidad. Los fenómenos sociales están todos interconectados
Dentro de los múltiples demonios desatados por la pandemia, el de las violencias contra las mujeres está exacerbado. Sus parejas las golpean y violentan en el encierro, las acuchillan en las calles; las fuerzas del orden las manosean, las atropellan y las violan; los amantes enardecidos las escupen, les disparan y las lanzan al fondo de los ríos; los extraños las agreden, las desangran.
Las están asesinando, ¡las estamos asesinando! mientras los medios de comunicación y los distractores titulan que las “encuentran muertas”, que “aparecen sus cadáveres”, como si los agresores no existieran.
La violencia de género está ahí impertérrita, cínica, inmune, creciente, como un fenómeno más, mientras también crece una especie de silencio cómplice, de resignación ante lo inevitable.
Tal vez sea necesario comprender que la violencia de género no es un fenómeno aislado, hay que abordarlo con la lógica de la totalidad. Los fenómenos sociales están todos interconectados. Todo en el mundo esta interconectado.
Hay que romper ese cerco conceptual del mecanicismo que asume, para la vida y para la sociedad, la misma perspectiva del “arreglo” de un electrodoméstico: buscar la parte dañada para encontrarle un repuesto. No. En la sociedad es imperativo revisar el sistema completo que alimenta, reproduce y sustenta esta violencia.
¿Que ellas se cuiden?, ¿que hay que enseñarles a los niños el respeto?, ¿que es mejor que no salgan y no “provoquen”? ¿que se vistan de manera recatada? ¡Sandeces!
Toda la sociedad está enferma y la institucionalidad está enferma, cuando legitima la inequidad de género y pretende eternizar la idea absurda de que las mujeres son seres inferiores a quienes se les debe tratar como tales.
Los relatos que se tejen en todas las culturas, los comentarios callejeros, los chistes en las juntas directivas controladas por machos alfa, los sermones en las iglesias, los discursos de los políticos, los titulares de prensa, las normas legales que configuran la discriminación, las normas sociales que las excluyen hacen parte de ese trabajo persistente que acrecienta los estragos de la enfermedad.
Los datos son incontrovertibles: Las mujeres son el 52% de la población existente en este planeta y realizan tres veces más trabajo no remunerado que los hombres. Estadísticamente ganan un 24% menos que sus pares laborales masculinos. Siete de cada diez mujeres en el mundo, ha sido golpeada.
No hay nada que cause más aversión a un macho alfa que una mujer “igualada”. Una mujer inteligente, autónoma, libre, le genera repulsa porque rompe toda su idea absurda de la inferioridad.
Hay que generar un profundo remezón cultural, institucional, social. Hay que asumir esta enfermedad a la manera del sórdido reflejo de nuestra propia decadencia como especie, una decadencia que tiene el poder de desatar desde lo más profundo de los complejos masculinos, de sus debilidades evidentes, la fuerza asesina capaz de cegar la vida de otro ser humano como él, porque considera que es una amenaza que pone en evidencia sus propias miserias. Un ser humano que se atreve a decirle no, que no se rinde a sus deseos, que no le obedece su torpeza. Al asesinarla, dibuja nuestra propia ruina moral, nuestra decrepitud cultural, la ruina misma de nuestra civilización.
El clamor por un Proyecto Humanidad adquiere la dimensión de la urgencia.