Del descalabro actual es también responsable el Gobierno, pues habiendo quedado claro que era necesaria la promulgación de una Ley Orgánica, esta es la hora en que ninguna iniciativa en ese sentido, con pleno respaldo del Ejecutivo, ha sido radicada en el Congreso.
Puestos los ojos sobre un mapa de Colombia resulta evidente que el debate sobre la explotación de los recursos minero-energéticos se ha extendido por el territorio, con el agravante de que cada nueva consulta popular realizada infunde entusiasmo a nuevos municipios para sumarse a una ola de rechazo popular cuya legitimidad está cuestionada por un frágil sustento legal, que se ha mantenido en pie por la inacción del Gobierno Nacional para llenar los vacíos que han dejado en la legislación los fallos de la Corte Constitucional de hace un año.
Tan grave resulta el fenómeno, que ya no solo es la minería el blanco de los movimientos ciudadanos, casi siempre aupados por movimientos políticos con intereses dudosos, sino que ahora también se agitan movimientos de participación contra proyectos de extracción de hidrocarburos y hasta de proyectos de infraestructura. Es decir, con la participación de un tercio del censo electoral, los habitantes de algunos municipios están decidiendo sobre un sector que aporta entre el 10 y el 11 por ciento del PIB nacional, cuyos recursos, por definición constitucional, al encontrarse en el subsuelo, son propiedad de la Nación.
Hemos sido reiterativos en señalar que a esta situación se ha llegado como consecuencia de la inestabilidad jurídica producida por la Corte Constitucional y su inclinación a co-legislar. Nos referimos, específicamente, a las sentencias T-445/16 y C-273/16, siendo esta última la que declaró inexequible el artículo 37 del Código de Minas e invalidó la prohibición que pesaba sobre los entes territoriales para excluir o prohibir la explotación de recursos naturales, tal como lo expusimos en nuestro editorial Decisiones que socavan la minería. Sin embargo, hoy debemos decir que del descalabro actual es también responsable el Gobierno, pues habiendo quedado claro en el citado fallo que era necesaria la promulgación de una Ley Orgánica que delimitara las competencias del Estado para decidir sobre el subsuelo, y de los entes territoriales para determinar sus Planes de Ordenamiento Territorial y el uso del suelo de manera concertada y en desarrollo de los principios de coordinación, concurrencia y subsidiariedad, esta es la hora en que ninguna iniciativa en ese sentido, con pleno respaldo del Ejecutivo, ha sido radicada en el Congreso.
Mientras la Agencia Nacional de Minería empezó a hacer la tarea impuesta por la Corte mediante la concertación con los alcaldes del desarrollo de proyectos mineros, un grupo de Congresistas radicó en agosto de 2016 el Proyecto de Ley Orgánica 62, que ha debido quedar archivado, sin pena ni gloria, puesto que no ha recibido ni siquiera el primer debate. Entre tanto, en el reciente Congreso Nacional de Minería, tanto el ministro del ramo, Germán Arce Zapata, como el presidente Juan Manuel Santos, se solazaron en anuncios de sendos proyectos de ley “de concurrencia” (Ley orgánica), de reforma a la consulta previa y la consulta popular y de lucha contra la minería criminal, ambientando las buenas nuevas en la posibilidad de hacerlo vía fast track al ser la minería parte sustancial del desarrollo integral del campo de que trata el punto 1 del acuerdo de La Habana. Sin embargo tales proyectos no han sido presentados, ni por vía ordinaria, ni por el mecanismo rápido ni mediante las facultades extraordinarias otorgadas al Presidente, con lo que la necesidad de llenar el vacío jurídico existente no parece estar entre las prioridades del Gobierno.
Entretanto, las iniciativas ciudadanas, de alcaldes y de concejos municipales para poner en marcha consultas e, incluso, proyectos de Acuerdo prohibitivos de las actividades extractivas, siguen su curso con inusitada celeridad, ante la cual el Estado solo atina a responder que va a demandar la legalidad de tales actuaciones. El escenario no puede ser más preocupante. Son incalculables las dimensiones del daño económico y social que esto puede tener, pues a la esperada caída de la inversión extranjera -ya de hecho bastante reducida en comparación con los primeros años de la presente década- le seguirá la destrucción de empleos -como ya lo sienten en Cajamarca- y la parálisis de la inversión social en aquellas zonas donde las empresas minero-energéticas sustituyen la ausencia estatal, sin contar con la reducción de las regalías y el hueco fiscal que para el Estado representaría el deterioro de un sector que, en la actualidad, le paga el 25% del total de los impuestos que recibe.
Y si es que el panorama puede ser peor, hay que recordar que la Contraloría General de la Nación, recientemente, alertó que para 2021 -esto es en el próximo período presidencial- se habrán agotado las reservas de crudo, lo que agravará todavía más el detrimento patrimonial de Reficar, cuya promesa era, precisamente, la de aportar a la economía mediante la exportación de refinados del petróleo producido en el país. Si a esto le sumamos la pérdida de la soberanía energética tras la venta de Isagén, estamos ante una crisis general de competitividad, acompañada del florecimiento de la ilegalidad generadora de violencia y presta a ocupar los espacios que dejen las empresas a las que hoy se les quiere impedir actuar en el marco de la legalidad.