No podemos, en nuestro derecho a la ciudad, volver al rudo enfrentamiento entre dos ciudades sino a lo más importante y a lo que más añoramos: una vida nueva surgida de una inter-relación social
El coronavirus nos ha hecho replegar hacia nuestra desconocida intimidad y a partir de una situación de fuerza mayor hemos comenzado a descubrir que tenemos un pasado personal pues comenzamos a ver en entre los velos del duermevela patios, solares donde resonaron un día las voces de la familia, estaban la calle y los amigos, las amigas que compartían secretos y sentíamos que nos rodeaba el hálito de la pequeña ciudad a la cual pertenecíamos, esa ciudad que bruscamente había desaparecido de nuestras referencias y se volvió tan ignota que quiso huir de nuestra memoria. Referirse a esta ciudad construida como hábitat contra la insalubridad se convirtió para los grupos universitarios progresistas desde los años setenta, curiosamente provenientes de barrios de modesto origen, en una “nostalgia políticamente peligrosa y burguesa” cuya referencia era necesario borrar. Un artículo de Milán Kundera describiendo el porqué de la falta de memoria impuesta por los regímenes comunistas a la juventud pudo entonces aclararme la causa de este rechazo : ese “pasado” era peligroso porque si se lo aceptaba como patrimonio del esfuerzo humano introduciría en el imaginario de los jóvenes la existencia de algo que en el vacío programado de sus vidas reducida a la militancia los conduciría a la nostalgia y la eficacia de esos discursos actúa sobre un presente vaciado de recuerdos. Hoy a través de la visión de la ciudad inusitadamente desierta hemos ido descubriendo que sobre calles y espacios que nuestra memoria atesoró inconscientemente, sobre el sabio trazado de las avenidas con la escala de sus edificios, los remates visuales, los grafismos de las fachadas, allí donde permanece presente el aura de las ciudades del mundo y que por un milagro los arquitectos que dieron paso al Medellín moderno entendieron que las arquitecturas de la ciudad en su respuesta a la naturaleza no se limitan a la construcción de espacios funcionales sino también a incorporar al anhelo común de civilidad las arquitecturas universales que incorporaron los conceptos de habitabilidad, de goce visual tanto en los edificios empresariales como en las mansiones, como en esa poética de la casa familiar que propusieron los llamados maestros de obra. En esa Medellín donde los barrios populares respondían a la espacialidad de la cultura de la música y del abrazo, al canon de la modestia. Y ahora que momentáneamente se retira la turbiedad del ruido vehicular anarquizado, agresivo, la turbamulta donde alocadamente se confunden el miserable y el atracador a sueldo, emerge ante la imaginación agredida por la amenaza del coronavirus, aquello que constituyó el logro de una voluntad ciudadana a la cual los arquitectos y maestros de obra dieron en su tiempo una respuesta adecuada al hacernos sentir que no estábamos solos. ¿Cuál ha sido la respuesta de los arquitectos-urbanistas radicalizados políticamente en los años 70 hasta hoy? Porque eran y son ellos(as) los que debieron hacer frente al shock que supuso la avalancha de desplazados del campo, posteriormente a los espacios dominados por el narcotráfico, ellos los encargados de impedir mediante una lectura continua de los nuevos territorios que la manipulación semántica de esos territorios consolidara la desigualdad a nombre no de los ricos sino paradójicamente como el derecho de los violentos a oponerse a cualquier intento de racionalidad espacial ya que confinando a la población se la seguirá manteniendo en el hambre, la promiscuidad, la ignorancia , convirtiéndola en motivo de folclore urbano.
Esas periferias ajenas a cualquier pacto social cuentan con servicios de luz, agua, un transporte precario pero carecen del estatus de ciudadanía, un derecho inalienable que el urbanismo y la arquitectura han materializado para vencer la tugurización que no es otra cosa que la inhumanidad: el derecho a lo lúdico, a las aceras, a una vida social creativa que solamente podría nacer de unos rigurosos planes de renovación urbana transformando la promiscuidad del hacinamiento en hábitat, rompiendo los confinamientos de las fronteras invisibles tan mortíferas como el coronavirus. Porque no podemos, en nuestro derecho a la ciudad, volver al rudo enfrentamiento entre dos ciudades sino a lo más importante y a lo que más añoramos: una vida nueva surgida de una interrelación social negada por la violencia de los nuevos intereses inmobiliarios en conflicto.