Si las instituciones no reciben una inyección de fortaleza, la debilidad, que se va haciendo ostensible, terminará por derribarlas o dejarlas inoperantes
La “paz” está causando más bajas institucionales que la guerra.
A medida que avanzamos encontramos, tendidos a lado y lado, los restos exánimes de instituciones que gozaban del acatamiento ciudadano y ahora, paralizadas por una especie de Guillain-Barré, desfilan hacia su liquidación, en medio de la conmiseración pública y el aplauso de los nuevos inquisidores, cuyo mayor mérito consiste en exigir la demolición de la estructura institucional completa, en cambio de reemplazar la pieza dañada.
Estos inquisidores nuevos, con voceros propios atrincherados en los viejos medios de comunicación, son amos y señores del contagio multiplicador del mensaje escandaloso en las redes sociales. Fungen como la reina de corazones de Alicia en el país de las maravillas. Al que se oponga lo condenan con la sentencia inmediata y sin fórmula de juicio: “¡que le corten la cabeza!”.
Lo que no logró la guerrilla, disparando desde el monte, lo está consiguiendo con los acuerdos firmados para conseguir la paz. Es decir, desde adentro. Esos ataques internos son infinitamente más letales. Y es lógico el incremento geométrico de la capacidad de hacer daño, pues desde adentro son fuego amigo, mucho más efectivo que los disparos desde afuera.
Las tácticas se simplifican. Sólo es necesario voltear la boca de los fusiles mediáticos hacia un objetivo interno. En ocasiones ni siquiera es necesario disparar. Basta la presencia armada intimidatoria. La táctica consiste en no permitir que el reflector gire hacia quien dispara. Porque se hace evidente que, independientemente de la atrocidad del delito que pretende ocultar el francotirador, en Colombia no hay igualdad ante la ley.
El sangriento ataque que incendió el Palacio donde funcionaban las altas cortes, no liquidó a la Rama Judicial. Renació de las cenizas con un vigor inusitado. Ganó más respetabilidad con la aureola de martirio.
Nunca el país sintió que tenía tanta justicia como en los días siguientes al sacrificio de sus magistrados. Pero los escándalos recientes, la anarquía e ideologización de las sentencias, el súper poder de los jueces amigos, la corrupción y la politización, dejan al ciudadano inerme ante la ley. Esto producirá más daño a la justicia que cien asaltos combinados de delito común y guerrilla.
La sentencia parcializada es un verdadero suicidio judicial. Los jueces buenos y responsables siguen siendo la inmensa mayoría, pero la anarquía hace que sus sentencias no sean jurisprudencia respetada.
Lo que vemos cuando se politiza la justicia muestra cómo se aprovecha la corrosión interna, para implantar unos juzgados y tribunales donde ser “revolucionario” garantiza la impunidad.
La euforia de tener fusiles callados y cilindros bomba desarmados, impidió consolidar una paz verdadera, y tapar los escapes que percibió todo el que tuvo ojos abiertos para ver las grietas que, entonces, impidieron perfeccionar el proceso y ahora dificultan su reparación.
Si las instituciones no reciben una inyección de fortaleza, la debilidad, que se va haciendo ostensible, terminará por derribarlas o dejarlas inoperantes y, lo que es peor en una democracia: desacreditadas. Y esa desconfianza, las dudas serias sobre las intenciones de ponerle plataformas institucionales sólidas a la paz, y la incredulidad en su eficacia, solo se verán en toda su dimensión cuando estén demasiado extendidas.
Si hay dudas, basta mirar a Venezuela.