El Chocó, donde vive Adolfo y donde mataron a Mario Castaño y Hernán Bedoya, es una de las regiones en las que el conflicto armado "sigue siendo una realidad", según un informe de Amnistía Internacional presentado en noviembre pasado.
La vida de Adolfo Ramos, un líder social del departamento de Chocó, está amenazada y afectada por la misma violencia que quiso dejar atrás cuando huyó desplazado de su territorio a causa del conflicto armado colombiano.
No es el único: Hernán Bedoya fue asesinado el pasado 8 de diciembre en una zona rural del municipio de Riosucio, cerca de donde vive Adolfo, por grupos herederos del paramilitarismo.
Para evitar ese mismo destino, Adolfo, representante del municipio de Villa Eugenia y miembro del Consejo Comunitario de la Larga y Tumaradó, apenas sale de su casa. Una de las últimas veces que salió fue para asistir al funeral de su compañero y también líder social, Mario Castaño, quien fue asesinado el 23 de noviembre en su casa de Belén de Bajirá.
Cuando se le pregunta a Adolfo si tiene miedo de acabar como Castaño o Bedoya, asegura sin vacilar que sí. "El líder que habla mucho lo van a callar, y la única forma de callarlo es asesinarlo como hicieron con don Mario. A uno le da miedo, pero también hay que entender que uno nació para eso", dijo.
En lo que va de este año, tres líderes sociales de los aproximadamente cincuenta representantes del Consejo del Chocó han sido asesinados, y desde el 2007 la cifra llega hasta los nueve.
Sin embargo, los asesinatos de líderes sociales ocurren en todo el país. Según cifras del Gobierno, los últimos ataques elevan el número de muertes a 113 desde 2016, de los cuales 54 han ocurrido en 2017.
Los casos registrados son más para la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), que cuenta 80 asesinatos, o para la organización Somos Defensores, que asegura que ya son más de 90.
Estos líderes sociales son asesinados por sus luchas en defensa de las comunidades, como la demanda de recuperar unas tierras comunitarias actualmente ocupadas por varios empresarios en el caso de la Larga y Tumaradó.
La mayoría de los habitantes de esos territorios, reconocidos en el año 2000 como comunitarios, fueron desplazados por el conflicto armado en la década de los noventa, y cuando regresaron se encontraron con que habían sido despojados de sus propiedades.
Adolfo reconoce que ha "perdido la cuenta" de las veces que lo han amenazado para que abandone el terreno que le dejó su padre en herencia y del que aún tiene el título de propiedad, aunque una empresa lo utilice para ganadería extensiva.
"Me metieron ocho hombres armados en la finca. Para que me diera miedo, decían que se pagaba con dos clases de metal, con plata o con plomo, para que me fuera, pero yo dije que no. Ahí me quedé y ahí estoy todavía", relató.
Adolfo lamenta su situación: "Es duro, porque nos dijeron que toda esta violencia no se volvería a repetir, y nosotros vemos que se está repitiendo lo mismo que antes teníamos".
Para proteger a quienes reciben amenazas, la Unidad Nacional de Protección (UNP) evalúa los riesgos de cada caso y proporciona medidas de protección.
Dichas medidas son "insuficientes", según Adolfo, que cuenta con un teléfono móvil, acceso a un coche que debe compartir con otros líderes de la región y un chaleco antibalas que deja en casa "porque es más problema, vale una plata", en alusión a su costo.
Este campesino recuerda que su compañero Castaño contaba con escoltas de la UNP que debían protegerle y aún así fue asesinado. "Uno pasa bien, pero no duerme bien, vive asustado por los problemas", añade Adolfo, quien garantiza que no va a abandonar su propósito: "Si damos un paso atrás, perdemos todo el tiempo de trabajo".