El daño que los jueces parcializados le causan al país es enorme, y los dos fallos polémicos más recientes son una muestra de ello.
Se ha vuelto habitual que los fallos de las altas cortes nos hagan preguntarnos ¿qué yerbas se las pasan fumando estos magistrados? Lo peor de todo es que tales fallos no son simples barrabasadas, barbaridades o torpezas; y ni siquiera pueden tildarse de perversidades, perfidias o bajezas. No, es mucho peor.
Llevamos largos años viendo cómo las altas cortes fallan una y otra vez a favor de las guerrillas, apoyándose a menudo en argumentos vacuos que causan pena ajena por el bajo nivel intelectual que demuestran. Pero no es una casualidad ni un error de juicio. Se sabe que muchos jueces y magistrados profesan inclinaciones de extrema izquierda desde su juventud; que provienen de colegios y universidades públicos con alto grado de ideologización y que militaron en la Juco y hasta pertenecieron a organizaciones subversivas.
El daño que los jueces parcializados le causan al país es enorme, y los dos fallos polémicos más recientes son una muestra de ello. En el primero, la nefasta Corte Constitucional se ha saltado a la torera su propia jurisprudencia y hasta el mismo espíritu de la Constitución, que resalta la primacía de los derechos de los menores de edad. El tribunal de marras ha decidido que los delitos sexuales cometidos por las Farc, en el marco del conflicto, contra niños y niñas, e incluso la violación sistemática de mujeres y el sometimiento consecuente a abortos no consentidos, son delitos dizque conexos al de rebelión, o sea al delito político.
Eso significa que si un guerrillero reclutó forzosamente a una niña de 10 o 12 años —lo que en realidad es un secuestro— y la convirtió en su compañera permanente, violándola durante años, solo podrá ser procesado por la Justicia Especial para la Paz y no por la justicia ordinaria, recibiendo castigos alternativos como el de sembrar aguacates. Y esta malhadada corte nos mete el cuento de que el castigo no tiene importancia alguna, sino que lo verdaderamente relevante es saber la verdad. ¿Por qué los guerrilleros violaron a miles de mujeres y niñas? Desde los tiempos de bárbaras naciones, el cuerpo de la mujer es un botín de guerra que satisface la ‘arrechera’ del macho. ¿Esa es la verdad que nos van a contar? Si vamos a justificar unas violaciones, hay que justificarlas todas. Que suelten a Garavito, que suelten al asesino de Yuliana Samboní. Señores magistrados, ¡no sean hipócritas!
Pero, no acabábamos de sorprendernos con esa aterradora disposición, cuando el Consejo de Estado llegó con otra peor: decidió condenar a la Nación por el carrobomba de las Farc en el Club El Nogal. Los togados aducen que un informante reveló que habría un atentado en un club del norte de Bogotá, a lo que presuntamente no se prestó mucha atención. Y entran a justificar la embestida con el cuento de que el Estado convirtió el club en blanco objetivo, poniendo en peligro a empleados y visitantes, por cuanto el ministro del Interior de la época solía hacer reuniones allí y la ministra de Defensa se alojó en sus instalaciones un par de semanas, entre finales de octubre y comienzos de noviembre de 2002, tres meses antes del atentado.
Tales argumentos no pueden ser más traídos de los cabellos. Si algo ha aprendido el mundo del terrorismo es que es muy fácil ejecutar atentados y muy difícil prevenirlos, sobre todo con informaciones vagas que parecen cuartetas de Nostradamus. Es el mismo cuento del Palacio de Justicia y muchos otros casos de los que algún juez afirma que hubo alertas y no se previnieron. Pero lo más grotesco es otorgarles a los servidores públicos la condición de leprosos a los que se les debe prohibir la presencia en hoteles, restaurantes, teatros, almacenes, aviones, etc., dizque porque ponen en peligro la vida de los demás ciudadanos, incluso meses después de haberse asomado por ahí.
Con estos desatinos es fácil entender por qué la rama Judicial sale tan mal calificada en las encuestas: sin duda, la justicia colombiana está enferma.