El alcalde Federico Gutiérrez tiene 16 meses de gobierno. Aunque parecieran ser pocos, tal vez le alcancen para retomar el discurso y el sendero construido por ciudadanos y autoridades para defender la vida.
Niños y niñas que dejan de ir al colegio porque temen a la calle; transportadores que paran su servicio para protestar por el asesinato de conductores, amenazas y extorsiones; familias que huyen de sus viviendas para cuidar la vida; ciudadanos que temen a la noche y la soledad de los espacios públicos, representan la progresiva pérdida de derechos y oportunidades que los medellinenses vuelven a sufrir, sin que hasta ahora se abran ventanas de esperanza por la recuperación de la senda de seguridad transitada entre el Gobierno y la ciudadanía durante varias décadas y que sostuvo tendencias a la baja hasta el año 2016. Como prueba, baste señalar el crecimiento anual de homicidios (ver infográfico), que en lo corrido de 2018 es de 21,5% frente a 2017, año en que creció 6,1% frente a 2016.
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Desde 2016, Medellín y las principales ciudades del país empezaron a vivir el doloroso retorno de la violencia homicida y los delitos con ella asociados, como el microtráfico, la extorsión, los asaltos y hurtos a mano armada. El fenómeno tiene causas de carácter nacional, asociadas al aumento exponencial de cultivos ilícitos, narcotráfico, microtráfico y consumo de sustancias sicoactivas, así como al crecimiento de la criminalidad de las bacrim y las GAO residuales de las Farc. Como lo demuestran el crecimiento de la violencia y las luchas por el control territorial en distintas regiones del país, el gobierno del presidente Santos ha sido inferior al reto de contener las actividades de la economía criminal y la violencia por ellas generada en campos y ciudades.
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La incapacidad del Gobierno Nacional, sin embargo, no es excusa para el crecimiento, día a día, de los homicidios en Medellín, mucho menos cuando Bogotá y Cali han visto caer en los dos últimos meses las cifras de homicidios en niveles históricos. En gracia de discusión, se podría admitir que las características de la violencia histórica que ha sufrido Medellín hacen más difícil revertir la tendencia destructiva de aumento de la inseguridad, perspectiva que no excusa que la Administración Municipal siga insistiendo en enfoques y estrategias fallidas.
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La inseguridad en Medellín no es un problema comunicacional. Por ello mismo, el tratamiento para combatirla no es mediático ni de redes sociales, ni siquiera lo es de retos públicos a los que los criminales responden con violencia. Después de décadas de esfuerzos, y progresivos resultados satisfactorios contra la criminalidad, las autoridades municipales, judiciales y de Policía, comprendieron que la defensa de la vida y la ciudad se hace con inteligencia silenciosa que estudia, comprende y puede desarticular las redes criminales que se han tejido entre sí y, por el contexto urbano en que son creadas y en que operan, con redes ciudadanas descontaminadas.
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Contener el crecimiento de las organizaciones criminales en una ciudad compleja como Medellín es asunto de cultura y equidad. Y ambas se tejen en la capacidad de hacer inversión social, que es importante pero no única medida; generar oportunidades para que los habitantes devengan en ciudadanos, esto es en personas que participan de la vida común, y propiciar la participación ciudadana en escenarios de diálogo y confianza. En los últimos tres años, la Administración Municipal ha descuidado proyectos de inversión pública por la equidad, como las ciudadelas universitarias que ofrecían esperanza a los jóvenes bachilleres, o los espacios públicos incluyentes, como los parques biblioteca, las UVA, los jardines de Buen Comienzo, el Jardín Circunvalar o Parques del Río. Además, con la excusa del riesgo de su desvío para la criminalidad, coartó el trascendental escenario de concertación y construcción de confianza entre el Gobierno y la ciudadanía que era el proyecto de presupuesto participativo. A tal paso sumó la renuncia, sin explicaciones a las reconocidas y activas organizaciones sociales que participaban en él, a la exploración de La Escombrera, lugar que esconde muchos de los secretos del conflicto de Medellín y de la intervención en él de actores del conflicto armado del país.
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El alcalde Federico Gutiérrez tiene 16 meses de gobierno. Aunque parecieran ser pocos, tal vez le alcancen para retomar el discurso y el sendero construido por ciudadanos y autoridades para defender la vida como bien sagrado de la sociedad y como principio de la ciudadanía y, por tanto, de las condiciones que convierten a la urbe en ciudad. Recuperado el sueño de ser ciudad protectora de los derechos humanos y garante de la seguridad, bien indispensable y fundamento de la equidad, es posible volver a ofrecer a todos la esperanza de que Medellín puede mantenerse por fuera de la lista de ciudades con mayor tasa de homicidios en el mundo y de que sus habitantes podemos convivir con respeto de unos a otros.