Tras las muertes de Alexis Atehortúa y Mateo Cuesta está la tragedia de sus familias y el dolor de una sociedad que en tres meses ha despedido a 151 personas por cuenta de la violencia; pero sobre todo, habla de la vergüenza que nos debe producir que un niño encuentre en la máquina de la muerte su lugar en la escena social.
Por frecuente que sea, debemos convencernos de que la violencia y la pérdida de vidas jóvenes no es normal. Como tampoco es aceptable por el hecho de explicarse en la disputa territorial por rentas ilegales. Primero, porque no siempre es verdad y segundo porque aunque lo sea no es justificación para ninguna muerte. El reduccionismo, por lo demás, siembra el mensaje cifrado de que ya no hay que investigar ni buscar más: ya se sabe qué pasó y ya pasó.
Y no puede volverse parte del paisaje, ni tratarse como un hecho más de registro, la tragedia colectiva que significa que un chico de 13 años, un niño grande, sea el autor material de un doble crimen. Tras las muertes de Alexis Atehortúa y Mateo Cuesta está la tragedia de sus familias y el dolor de una sociedad que en tres meses ha despedido a 151 personas por cuenta de la violencia; pero sobre todo, habla de la vergüenza que nos debe producir que un niño encuentre en la máquina de la muerte su lugar en la escena social.
Vergüenza por un entorno que no parece advertir lo que significa un promedio de 50 asesinatos por mes, que nos debería indicar que algo, o mucho, no estamos haciendo bien como sociedad. No solo no hemos sido capaces de proteger la vida de estas personas, sino que les hemos permitido a los caballeros de la muerte utilizar a niños en su caravana sangrienta, aprovechándose de su condición de inimputables y de su escasa posibilidad de criterio y discernimiento. Sin duda es más fácil transmitir el odio, vender la idea de la valentía asociada al uso de las armas, la cultura del más fuerte; que impulsar el respeto por la vida y la valoración de la diferencia.
Lo fácil, no lo normal ni lo lógico, ni lo válido, es recurrir a la violencia y celebrar la eliminación de la diferencia con la desaparición del diferente, del contradictor, del contrario, del rival, del otro. Pero lo difícil es lo ético y lo que se nos impone desde la condición racional asociada a la construcción de sociedad civilizada es proteger al más débil, respetar la diferencia y argumentar las posiciones, desde la valoración del otro.
Más que condenar al chico a quien le encontraron el arma asesina, es nuestro deber preguntarnos qué hemos hecho como sociedad, desde la familia, el barrio, la institucionalidad para acogerlo y brindarle otras oportunidades. Para mostrarle otra dimensión de la vida y de la muerte, de lo que significa compartir un tiempo y un espacio, tener y ser, sentir y pensar. Una responsabilidad de la que nos toca un poco a todos, medios, gobierno, escuela, hogar, desde el rol de cada uno, pero también en articulación con los otros. Para ello hacen falta líderes capaces de orientar, de sintonizar intereses y afanes distintos, bajo la premisa elemental del respeto por la vida como bien superior.
En medio del dolor colectivo por una tragedia como ésta, hay quien se pregunta por “¿dónde están los padres de este niño y por qué no está en el colegio?”, lo que ciertamente debería ser. Pero la experiencia muestra que hace rato muchas escuelas dejaron de ser territorios de paz y se convirtieron en parte de las áreas en disputa, como muchos padres dejaron de ser el modelo de ciudadano que sus hijos merecen. Más allá del caso puntual, lo que debemos preguntarnos como sociedad es qué debemos hacer para llenar los vacíos, para no legitimar desde las declaraciones acaloradas las acciones violentas y dejar de reproducir la idea de la ley del más fuerte, como alternativa para alcanzar los objetivos.
Ello implica, entre otras cosas, deslegitimar desde la cultura cotidiana la idea de éxito asociada al dinero, de la que se sirven las bandas como La Agonía, que según las autoridades estaría detrás de éste y otros hechos de sangre. En tanto sigamos siendo tolerantes con las mafias, la ilegalidad y la violencia, la muerte seguirá cabalgando entre nosotros, convirtiéndonos en un valle de sangre en donde ser joven no representa la expectativa de futuro, sino la condena de una vida corta y una existencia sin transcendencia. Una pobre sociedad que teme tanto a la pobreza que no se da cuenta del potencial que tiene y lo desperdicia en el afán de conseguir, a como dé lugar.