Gran parte de nuestras relaciones hoy no son basadas en la confianza sino en la certeza y en la vigilancia. Las redes sociales y las cámaras no nos dejan jugar a conocernos.
Hace poco tiempo, el otro era una incógnita que se revelaba paulatinamente a partir de los diálogos densos con interacción focalizada, es decir, a partir de largas conversaciones donde los contertulios se miraban a los ojos mutuamente. El tiempo permitía construir confianza entre ellos y, esa confianza posibilitaba hacer un barco, una guerra, o una familia.
En la vaguedad de las relaciones humanas la confianza era el cemento que unía a los intervinientes. La confianza entrañaba conocimiento del otro y desconocimiento del otro al mismo tiempo. Esta mezcla entre saber e ignorancia, permitía confiar y presuponer sus próximas jugadas, no obstante, la ignorancia del otro -su oscuridad-, generaba inquietud, o más bien deseo de conocer (seducía). La opacidad marcaba un límite con el otro, una otredad que permitía construir la propia identidad. El otro, en tanto diferente, inquietaba y aportaba algo nuevo. Sin embargo, ya no nos miramos a los ojos.
La mayoría de las conversaciones están mediadas por pantallas que impiden que podamos coincidir en una mirada fija. Gran parte de nuestras relaciones hoy no son basadas en la confianza sino en la certeza y en la vigilancia. Las redes sociales y las cámaras no nos dejan jugar a conocernos. Ya todo está dicho, ya todo está exhibido para la venta. Privacidad y anonimato están a la baja, desnudez y vergonzosa fama están al alza.
Llego a estas conclusiones a partir de la lectura de Byung-Chul Han, un filósofo y sociólogo surcoreano con formación en universidades alemanas. Quien ha desplazado en mi biblioteca a todos los otros autores. Uno de sus temas es la transparencia de los tiempos actuales, en los cuales todo se expone, todo se revela y nada se oculta. Una sociedad hiper-comunicada e hiper-informada, donde la hiper-visibilidad nos deja ciegos. Es una sociedad de la positividad y de la homogeneización.
Todos a pensar lo mismo, a desear lo mismo, a ver las mismas series televisivas. Como lo menciona Han en la Topología de la violencia: “La transparencia solo se logra con la eliminación del otro. La violencia de la transparencia se expresa como nivelación del otro hasta convertirlo en idéntico, como supresión de la otredad. Es igualadora. La política de la transparencia es una dictadura de lo idéntico”. (Han, 2016: 151)
Cada vez es más común que las personas pongan en sus perfiles de WhatsApp sus fotos en ropa interior, nuestros gobernantes solo piensan en ser populares en Twitter e Instagram (la “gran política” parece que es cosa del pasado), los jefes saben todo de sus empleados por Facebook. Son tiempos donde la única militancia política es darle like a fotos donde todos sonríen en una falsa casualidad. Lo transparencia de estos tiempos exige que todos seamos idénticos. La transparencia riñe con la otredad, y en ese sentido, riñe con el pensamiento y también con lo sacro y lo bello.
La transparencia despoja de lo sagrado a los lugares y a las personas les roba lo bello. La experiencia de lo sagrado es una experiencia de umbral, no de transparencia. Mientras que la hipervisibilidad es obscena, la desnudez expuesta de manera desmedida configura una sociedad pornográfica. Cada uno ofreciéndose como una mercancía. “Has de ti tu propia marca” dicen los gurús. Lo bello requiere algo de ocultamiento, la experiencia de la belleza implica un desvelar.
La sociedad de los egonautas encapsulados en sus propias miserias, que también son transparentes. Algunos actores han sacado gran partido al exponer sus enfermedades, tristezas y traumas en los canales comunicacionales. Más dolor más likes, más corazones reteñidos en la tableta iluminada y parpadeante. El “me gusta” es sinónimo de mayor popularidad, mayor capacidad de influenciar, de hipervisibilizarse. Es una forma de reafirmar la identidad perdida en la violencia de la transparencia.