La vida no vale nada

Autor: Alberto Morales Gutiérrez
26 enero de 2020 - 12:03 AM

¿Qué extraño y perverso sentido de la existencia tiene todo aquel que asume la diferencia con el otro como un motivo para hacerlo desaparecer?

Medellín

Pudo haber sido que dos hombres tuvieran una discrepancia, tal vez jamás vayamos a saber en qué consistió. Uno de ellos rumió su indignación por horas, esperó a que cayera la noche y, cuando el otro dormía -era habitante de la calle- entonces el indignado lo bañó con gasolina y lo incendió. Vio como las llamas se tomaban la humanidad del indigente, tal vez sonrió porque le había dado un castigo ejemplar, y desapareció. El habitante de la calle se llamaba Edgar Alonso Gil Sánchez, tenía 50 años y falleció tres días después, el pasado 19 de enero.  

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Otra versión igual de terrorífica podría ser que la infamia no estuviera mediada por conflicto alguno. El asesino simplemente consideró que Edgar era una basura, un estorbo, y decidió aniquilarlo.

¿Qué pasa por la cabeza de quien es capaz de cometer un acto tan execrable? ¿Qué piensa el asesino que se acerca al líder social y, ya delante de su familia, ya escondido tras un árbol, dispara aún sabiendo que ese líder social no es un criminal, es amado por su comunidad y no hay duda en el sentido de que trabaja en defensa de los derechos de los demás? ¿Qué hay de humanidad en el patrón que, desde las alturas de su escritorio, ordena estos crímenes? ¿Qué extraño y perverso sentido de la existencia tiene todo aquel que asume la diferencia con el otro como un motivo para hacerlo desaparecer?

Transitar por la vida con la idea de que ojalá no existieran los negros, los pobres, los homosexuales, los revoltosos, los guerrilleros, las mujeres libres, los líderes sindicales, los uribistas, los petristas, los legionarios de maría, cualquiera que piense distinto a lo que yo pienso, es decididamente una muestra de barbarie.

Peor aún cuando se convierte ese “ojalá no existieran” en el deseo cierto de que desaparezcan, que acabemos con ellos, que no los podemos ver, que no merecen vivir, porque entonces ya no hay duda alguna sobre la decadencia de nuestra especie.

Hay en la violencia, en las muertes selectivas, en el macabro historial de los “falsos positivos”, en los asesinatos diarios, una tal sensación de rutina, una aceptación de dimensiones tan gigantescas, que los umbrales de la civilización, de la dignidad, del humanismo, han desaparecido.

¡Un horror que ya no nos avergüenza!

Ciegos, embrutecidos en los torrentes de la frivolidad, carentes de toda capacidad reflexiva, derrotado el pensamiento, nos transmutamos en zombis, perdimos todo sentido de la trascendencia, el carácter sublime de la vida desapareció ante nuestros ojos.

Michel Onfray en “Cosmos” (Paidos 2016) expresa que “lo sublime surge en la resolución de una tensión entre el individuo y el cosmos. La pequeñez del sujeto que contempla la grandiosa naturaleza genera un sentimiento: el sentimiento de lo sublime…”

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Es aberrante: el asesino se siente “grande”, “superior”, el fanático supone que todo el que piensa lo contrario es inferior a él y, en su infinita pequeñez, su desprecio por la vida lo envilece.

Es cierto, es urgente, tenemos que trabajar por un Proyecto Humanidad

 

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