Violar la Constitución y dar la bienvenida a través de la prensa a las fuerzas militares extranjeras, se les antoja un acto menor.
Tal vez uno de los más poderosos aprendizajes colectivos que se desprenden de la experiencia del COVID19 es la certeza de que existe un mundo interconectado, que nosotros hacemos parte de ese mundo, que se trata de un mundo en donde intereses geopolíticos y económicos juegan a diario e impactan la vida de las gentes, y que existen superpotencias enfrentadas que creen ser las dueñas de la vida y el destino de los otros países. Sicópatas como Trump, Putin y Xi Jinping verbalizan sin pudor cuáles son sus intereses y actúan abiertamente como los déspotas que son, exhibiendo sus ínfulas de superioridad, su “vocación” de gobernantes del mundo.
No, no estábamos mintiendo en las épocas de las movilizaciones estudiantiles de la década del 70, cuando denunciábamos al Imperialismo, ni cuando después rechazamos con indignación el carácter leonino (ya probado) de los Tratados de Libre Comercio en los años 90, ni cuando denunciábamos como sátrapas a todos estos gobernantes desvergonzados y políticos perversos e industriales abyectos, que se beneficiaban y se siguen beneficiando de los negociados en los que se vendía y se vende la soberanía nacional.
Reclamábamos dignidad, pero a ellos, les importaba un comino. Siempre les ha importado un comino.
Sus complejos no ofrecen dudas y sus conciencias tienen precio. Asumen que los Estados Unidos son de mejor familia, que sus gobernantes son más inteligentes, sus ciudadanos más sabios, sus prácticas industriales y comerciales perfectas. El “American life” los seduce, sueñan con ser como ellos. No, no tienen dignidad.
Ni siquiera la vulgaridad rampante de Trump, el desmadre de país en el que se han convertido, el desastre de su modelo económico, es capaz de quitarles esa seducción acomplejada que les hace arrodillarse frente al más mínimo gesto. Se comportan groseramente como esclavos.
Duque les hace honor a sus antecesores. El establecimiento le hace honor a su historia, los políticos de siempre les hacen honor a quienes les precedieron.
Entonces, violar la Constitución y dar la bienvenida a través de la prensa a las fuerzas militares extranjeras, se les antoja un acto menor. Se comportan como si este país no fuera una democracia, no fuera una nación libre y soberana. Su “lacayería” les hace pensar que son apenas los capataces de una finca, y se arrodillan como siervos de la gleba ante las órdenes del patrón.
No hay interpretación posible a la norma constitucional que reglamenta el tránsito de tropas extranjeras por el territorio nacional y el presidente no tiene ni ha tenido jamás una patente de corso para hacer lo que a bien tenga en este sentido ni en ninguno otro. Su decisión está sujeta a la autorización del Senado de la República y en caso de que este no se encuentre en sesiones, tal autorización le corresponde al Honorable Consejo de Estado en pleno.
El caso aplica incluso para estacionamientos temporales. El principio jurídico de la inviolabilidad del territorio nacional no es negociable. Tiene que surtirse un proceso.
Deprime que se sume a este exabrupto, ese silencio cómplice de los medios, de las autoridades de “control”, de las universidades, de los gremios. Salvo voces solitarias de algunos partidos de oposición, pareciera que el tema de la dignidad nacional ya no significa nada. Nos han robado incluso la vergüenza.
Las tareas de reconstrucción de esta sociedad anestesiada por la violencia, la corrupción y el desgobierno, tendrá que empezar por el reencuentro de la dignidad perdida…