La tiranía del dogma

Autor: Luis Fernando González Gaviria
25 abril de 2020 - 12:03 AM

Hacer una crítica a los dogmas, sean de cualquier índole, jamás implicará entrar en el absurdo, por el contrario, es el camino del reconocimiento profundo de que somos seres situados, contextualizados, temporales.

Medellín

Durante estos días, las letras de una bella canción me han llevado a repensar la vida hondamente. Quizá la música tenga la capacidad de hacernos ver más allá de las apariencias, llevándonos a partir de sus melodías, a tomar conciencia seria de cómo estamos viviendo. La música es hija de la palabra, la palabra es hija del ser humano. Música y palabra nos revelan en profundidad quiénes somos.

Las letras de la canción que interpreta Mercedes Sosa, Todo cambia, inicia con esta afirmación contundente: “Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo”. En estas sugestivas palabras está la síntesis de lo que es un ser humano. El hecho mismo de vivir es un acontecimiento dinámico, una convulsión de ires y venires que nos sacan de nosotros mismos a cada instante, una bella melodía que se conjuga en la pluralidad de la sinfonía de la existencia.

Lea también: El desafío de repensarnos

Este cambio constante que somos no soporta la palabra definitiva y cerrada. Lo absoluto (dogma) es sinónimo de lo no humano (cambio). Si estamos naciendo a cada instante de la palabra que nos habita, es porque esta palabra se capta en la hermenéutica vital. La interpretación es la exégesis de nuestra finitud (vida).

Este tiempo de confinamiento nos ha hecho caer en la cuenta de los dogmas que hemos creado. Lo que desenmascara esta realidad es la absolutización idólatra que se yergue en medio de nuestras sociedades contemporáneas. Dogmas económicos que absolutizan el dinero por encima de la persona; dogmas políticos que siguen persistiendo cuando son insuficientes y caducos; dogmas culturales siguen abriendo la brecha de diferenciación antropológica; dogmas religiosos que son pretensiosos al querer encerrar la verdad en conceptos; dogmas sociales que mostraron su incapacidad de dar sentido. Dogmas que arrebataron lo propio de nuestra condición cambiante: interpretar.

Hoy más que nunca en el frente de recuperación de sentido están las ciencias humanas. Me atrevo a decir, son las únicas capaces de abrir el horizonte hacia realidades nuevas donde no llegan las demás ciencias. Por las ciencias humanas podemos seguir cultivando lo más sagrado que tenemos: la pregunta nacida de la palabra. En tiempos de crisis ellas nos recuerdan que lo absoluto sobre la existencia no puede decirse todavía, no hemos muerto. Son a partir de ellas donde hombres y mujeres siguen entregando la vida para que la hermenéutica nos regale comprensiones nuevas de la realidad. Todas estas comprensiones están mediadas por una palabra humana, finita, vulnerable. Una palabra que no tiene pretensiones de absoluto, sino de diálogo.

En medio de tantos dogmas absolutizados la vida queda ahogada. Al encerrarla en categorías, la frustración embiste el movimiento vital que somos, pues nos exige a costa de perdernos nosotros mismos, adecuarnos estrechamente a sus pretensiones. El dogma no tolera y no soporta proponer lo otro, lo distinto, lo no dicho, lo nuevo. El dogma es la cárcel de la condición humana. En palabras de Joan-Carles Mèlich, en su libro Filosofía de la finitud, sería: “desconfiar de todos los discursos que se presentan como infinitos, como objetivos, como “finales de trayecto”, desconfiar de los discursos que pretenden haber descubierto el “Sentido”, en mayúsculas, el “Sentido” intemporal, esencial, porque resultan, a corto plazo, legitimaciones de prácticas totalitarias”.

Hacer una crítica a los dogmas, sean de cualquier índole, jamás implicará entrar en el absurdo, por el contrario, es el camino del reconocimiento profundo de que somos seres situados, contextualizados, temporales. En esta realidad es donde la vida se abre ampliamente y nos recuerda que lo más peligroso es tener una mente cerrada, estrecha, limitada. De esta absolutización temporal de una palabra y una fórmula, es que nacen los más inhumanos postulados. La historia lo ha demostrado con creces.

La verdad que pretende poseer escrupulosamente el dogma es muy sospechosa, pues limita al máximo la posibilidad de ir más allá, todo ello bajo pena de exclusión y rechazo. La verdad jamás podrá ser contenida y encerrada en nuestras palabras finitas, y pretender apropiarnos ególatramente de ella, es digno de poca credibilidad. A la verdad se llega en un proceso de desvelamiento, de captación, de novedad, de madurez progresiva. Es un nosotros que está abierto a interpretar y reinterpretar, a construir y a destruir, a dar y a recibir. El escenario de ello son nuestras coordenadas históricas y temporales con matices siempre nuevos y distintos. La hermenéutica, como conciencia de la existencia, es la partera de la verdad.

Ante esta situación que se ha tejido en la historia y sigue muy vigente entre nosotros, el problema hunde sus raíces en la idolatría que encierra la pretensión de absoluto. La imagen visible de toda idolatría es el dogma. De esta manera, “el ídolo es la negación de la interpretación. Un símbolo se convierte en ídolo en el momento que pretende haber logrado el final de la interpretación, el sentido último” (Joan-Carles Mèlich - Filosofía de la finitud). Recuperar al ser humano es el camino para romper con esta lógica macabra. Volver la mirada a la finitud (vida) es estar abierto al futuro, a lo distinto. El dogma cerrado en sí mismo se quiebra cuando el ser humano toma conciencia de que no es definitivo, acabado, concluido. Cuando su palabra es capaz de suscitar lo distinto.

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Mercedes Sosa tenía razón, “cambia, todo cambia”. La palabra definitiva no ha sido pronunciada, mientras haya vida todo podrá ser distinto. Pasemos urgentemente del dogma a la vida, en este paso seremos salvados todos. De esta manera, “recuperar la palabra es recuperar al otro, al amigo y al extraño. Porque la palabra humana es una relación de alteridad, es exterioridad y trascendencia” (Joan-Carles Mèlich - filosofía de la finitud). Cuando logremos entender que queda todo por decir, sabremos que queda todo por hacer.    

 

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