La cosecha, de Flannery O’Connor, o un cuento sobre el cuento y sus ingredientes
La señora que criaba pavos reales y que puede ser una de las más excelsas cuentistas del mundo, la sureña Flannery O’Connor (1925-1964), dejó en su testamento literario, que es su obra, dos novelas y una importante colección de cuentos, que son retratos y pinturas de la maldad, el odio, el racismo, la rabia, la religiosidad y, sobre todo, en casi toda su producción, el tratamiento del mal. La escritora estadounidense, que murió a los 39 años, es autora de relatos maestros como La buena gente del campo, por ejemplo. Hay, entre su riqueza infinita de caracteres, un cuento, La cosecha, que tiene una curiosa particularidad: es un relato sobre cómo escribir un relato. O, en esencia, sobre cómo no escribirlo.
En este último relato mencionado, de ambiente campestre, como muchos de los suyos, hay una familia de cuatro miembros, entre los que sobresale la señorita Willerton, que en el mundo doméstico en el que habita con dos hermanas y un hermano, le corresponde la recolección de las migas de la mesa del comedor. Es esta condición o rol familiar una suerte de privilegio, según la misma señorita, porque le da la oportunidad de tener tiempo para la escritura, o, más que todo, para pensar en cómo hacer un relato. Y en este punto hay una situación llamativa que puede servir para las teorías sobre el cuento que, si se quiere, abundan en el mundo.
Una de los puntos esenciales que se plantea en las tesis sobre este género, que en la modernidad tiene una deuda con Edgar Allan Poe, es la cuestión del tema. Definir el tema de un relato es una gestión indispensable, no es de poca monta. ¿Es esencial el tema? ¿Un cuento requiere un tema extraordinario? ¿O cualquier asunto, por insignificante que parezca, sirve para la elaboración de una historia? Es ya un lugar común lo que Julio Cortázar, desde su conferencia en La Habana, en 1962, sobre Algunos aspectos del cuento, dijo acerca del tema. Según el escritor argentino, más que el tema, lo importante es el tratamiento. Recuerdo al respecto lo que anotaba John Steinbeck, sobre el mismo tópico. El tema, decía, te debe molestar, inquietar, mantenerte en una situación insostenible, que no haya más remedio que zafarse de él mediante la escritura.
De un lado, entonces, está el factor tratamiento y, de otro, la variable que indica que debe ser una especie de desgarramiento interior, de fuerza incontenible o necesidad urgente que te obliga a expulsar, a exteriorizar. Son puntos de vista. En todo caso, puede que no haya ningún cuento sin tema. Como sea, la señorita Willerton, o Willie para sus allegados, tras recoger harinas, se sienta a la máquina de escribir y comienza a teclear una historia, tras auscultar diversos temas para escribir un relato. “Eran tantos los temas sobre los que se podía escribir un cuento que a la señorita Willerton nunca se le ocurría ninguno”. Para ella era la parte más difícil, según decía, con una suerte de desconsuelo o de inseguridad.
La cosecha, en todo caso, es un cuento sui generis, no tanto por la historia que cuenta, sino cómo lo hace. Hay dentro del relato, si se quiere, una iniciación acerca de algunas partes del cuento, de cómo componerlo, pero, a la vez, no hay nada, no hay, desde la perspectiva del personaje clave, Willie, una historia, aunque para el lector, hay dos historias en una. Dos planos (temporales y espaciales), dos atmósferas. Es toda una arquitectura de una historia dentro de otra, en la que, por lo demás, la escritora interior (distinta, claro, al narrador, pero, a su vez, diferente a la autora) va superponiendo otro relato, tras experimentar con la entrada o encabezamiento, con lo que puede suceder dentro del mundo que está creando, con vacilaciones en torno a si el tema que escogió sí es “literario”.
En un cuento tan corto como La cosecha, hay una complejidad extraordinaria. Si se quiere, en la planteada teoría (bueno, no digamos tanto, sino apenas lo que puede ser, desde la perspectiva de Willie, una concepción sobre el cuento), es muy importante el inicio, la primera oración. La agonía está en qué tipo de personaje es el escogido (más por su oficio), si un panadero o un aparcero, o qué. Ahí principia el drama de la señorita que quiere escribir un cuento, que tiene en mente una “empresa literaria”, a la que, además de la parte social, tiene que prestarle oído, cómo suenan las palabras. “El oído era tan lector como el ojo”, se dice, así como es relevante el sonido, la “naturaleza tonal” del relato.
Y, en efecto, un relato bien construido requiere aparte de un tratamiento adecuado del tema, una tonalidad, una caracterización, un conflicto, la creación de un clima, la alta precisión de las palabras empleadas, el no hacer digresiones innecesarias, el establecer unas relaciones del personaje con sus circunstancias, entre otras piezas estructurales. Y de pronto, en La cosecha, el lector, que ya ha estado en la interioridad doméstica de Lucia, Bertha y Garner, y por supuesto de la mujer que quiere escribir un cuento, se ve, como una suerte de voyerista, en otra dimensión donde está transcurriendo una historia con diálogos bien construidos, con ambientes y con los deseos de otros seres que están dentro de la historia que la señorita Willie quiere narrar.
Y mientras la señorita va imaginando junto a la máquina de escribir, sobre la cual teclea con rapidez, el mundo se va creando. Aparecen otros seres que están en un territorio, con unos objetivos de familia, casa, cosecha, una vaca, un hijo… Y ese mundo de ficción (hay ficción dentro de la ficción) de pronto se interrumpe por la incursión de nuevo en la realidad de la casa donde habitan Willie, Lucia, Bertha y Garner. Mejor dicho, hay una excepcional maestría de la autora al concebir y desarrollar estos dos universos, que, como se dará cuenta el lector, uno de ellos quedará inconcluso.
En este cuento, más que el mal (aunque está sugerido) o la maldad, está como tema la “empresa literaria”, que puede quebrarse, fracasar, estrellarse contra una realidad que está dentro de otra realidad: la de la ficción. Y así, entre huevos de palurda, migas, dolores verdes, una mujer regordeta y un tipo larguirucho y desaliñado, nos enteraremos, tras los sortilegios de las palabras, que “el tema no es nada del otro mundo”. En cambio, La cosecha, sí. Aunque en estricto para Willie no hubo ninguna cosecha. Se trata de otra exhibición de talento de la magnífica Flannery O’Connor.