Necesitamos que el concepto de equidad transversalice los planes de quienes nos gobiernan o administran, para que todos quepamos en las aspiraciones oficiales.
Es preocupante la proliferación desesperante y desesperanzadora de candidaturas a los cargos públicos más importantes en lo local y en lo regional. Personajes salidos de la nada o mal relacionados, quieren ser concejales, diputados, alcaldes y hasta gobernadores. No se les puede negar imaginación a algunos, para idearse las campañas proselitistas más patéticas como el que reparte maticas en los semáforos o el que decide importunar la vida de la gente, quedándose a dormir en sus casas. Nada que ver con los planteamientos ideológicos que esperamos de quienes aspiran a liderar la administración pública.
Antioquia necesita retomar el liderazgo de otrora. La pujanza paisa que le alcanzó a este pueblo para influir en las grandes decisiones nacionales y para hacerse al respeto de todo el país, era esa rara mezcla de pensar en los grandes proyectos que cambiaron nuestro destino, la visión democrática de pensar en los menos favorecidos y la autoridad moral que se gana cuando la cosa pública se considera sagrada. Hay que dejar de pensar en quien tiene los argumentos más convincentes para explicar sus actuaciones y solo confiar en quienes han obrado en favor de los gobernados con honestidad y pluralidad.
Necesitamos que el concepto de equidad transversalice los planes de quienes nos gobiernan o administran, para que todos quepamos en las aspiraciones oficiales. Los 125 municipios del Departamento necesitan un gobernador que los considere su responsabilidad, que trabaje por ellos, que los conozca. Tenemos localidades que solo son viables en la mente morbosa de quienes las fundan para tener el dudoso honor de haber promovido el acto de erección. Los hay también que se consideran intocables, salidos de todo control. Para unos y otros es importante que haya un gobernador que ponga orden y de consuelo.
Pero, además, los candidatos deben estar por encima de toda sospecha. Quienes quieran dirigirnos deben explicar cada actuación de su vida, el origen de cada peso ganado y de los recursos con los que se han hecho a lujosos carros, fincas y residencias. No podemos seguir permitiendo que el erario sea la pila de agua bendita de los malos funcionarios, mucho menos en esta tierra en la que hasta hace muy poco no existía la corrupción. Los buenos no son ni los unos ni los otros, sino los simples ciudadanos que merecemos la mejor vida, los que escogemos y elegimos y en eso no nos podemos equivocar.
Para calificar las gestiones, debe haber métodos mucho más científicos que las tan cuestionadas encuestas. No es posible pensar que un alcalde que se raja en todos los indicadores de gestión, que falla en seguridad, empleo, calidad de la educación, movilidad, sea considerado el mejor de todos en el país; no es posible laurear a alguien que piensa más en acumular millas viajeras que en la vida de sus ciudadanos. Debemos pensar en alguien que, por ejemplo, al final de su mandato como gobernador haya sido aclamado de pie por los 125 alcaldes, para devolvernos el buen nombre de región bien gobernada.