El Congreso, bajo el Frente Nacional pasó a ser un cuerpo decorativo que no legislaba sobre asuntos propios suyos, por cruciales que fueran, pero tampoco fiscalizaba, como era su deber esencial
Con el Frente Nacional, que congeló la acción del Congreso a favor del Ejecutivo, en cuyas manos quedó virtualmente concentrado todo el poder del Estado (incluida la potestad de legislar en casos extremos a través del tan abusado y casi permanente Estado de Sitio que conocimos aquí, complementado por el igualmente abusado Estado de Emergencia Económica) dicho Congreso, bajo ese régimen pasó a ser un cuerpo decorativo que no legislaba sobre asuntos propios suyos, por cruciales que fueran, pero tampoco fiscalizaba, como era su deber esencial, para lo que lo inventaron. Sabemos que antes, en las décadas precedentes, allí campeaban y libraban batallas memorables las figuras más prestantes de ambos partidos, oradores excelsos que solo aquí se daban, como Suárez (cuyo duelo con Laureano Gómez, otro gran tribuno, dejó huella), y como Ñito Restrepo, el poeta Guillermo Valencia, Olaya Herrera, Echandía, Carlos Lozano, Gaitán, Gabriel Turbay y los célebres “leopardos” Silvio Villegas, Augusto Ramírez y Gilberto Alzate. El nuestro, en fin, era el parlamento más lúcido y activo del continente, apenas comparable, sin exagerar, a la Asamblea Francesa de Leon Blum y a la Cámara de los Comunes británica de la época, donde campeaba Churchill. Oír los debates nuestros era todo un espectáculo, por su altura y densidad. Al Capitolio por aquel entonces no llegaban iletrados, ni los consabidos gamonales expertos en la pequeña trapisonda sino lo más granado de la política en cada región. Aquellos se confinaban en las corporaciones locales de la provincia, pues por pudor y tacto, y para evitar el contraste, no se les ocurría siquiera aterrizar en el Parlamento.
Empero, vino la tenaza bipartidista que le cedió las curules a personajes de pacotilla que no trascendían, entregados a gestionar mandados y rebuscarse chanfainas en Bogotá para los validos que les cuidaban el rebaño electoral en el feudo o comarca respectiva. La importancia de un cuerpo electoral, al final de cuentas, depende no tanto de su rol y atribuciones como de la calidad de sus integrantes. Si prevalece allí la medianía poco se podrá esperar de él, así pueda legislar a tutiplén y hasta tumbar ministros valiéndose de engorrosas, nunca coronadas mociones de censura, o amenazando con ellas.
En el parlamento se centra la crisis ya crónica por la que atraviesa la institucionalidad nuestra. Ahí está la raíz del mal. Pues ahí, por su relevancia, supone el ciudadano común que se congrega lo mejor de la dirigencia. El hecho, de cualquier modo, es que sus virtudes y falencias necesariamente se reflejan y trasladan a las otras reparticiones del Estado. Si tuviéramos un parlamento esmerado, cumplidor estricto de sus deberes, tendríamos unas cortes y un gobierno iguales. Pero aquí, como en ningún otro país del mundo, se cruzan e intercambian a través de la llamada “puerta giratoria” los integrantes de todas las ramas o entidades superiores. Lo de nuestro Congreso entonces, no es asunto pasajero u ocasional sino un problema de fondo que denota una crisis estructural, y como tal exige soluciones serias y permanentes. No falla el congreso porque le falten herramientas para hacerse valer sino por la calidad promediada de sus miembros. De lo cual ellos no son culpables, desde luego, sino que la democracia vernácula así está hecha, o en eso devino. Los requisitos que exige para representar al pueblo son ningunos, fuera de la edad. Este tema lo concluiremos el próximo domingo.