La postverdad o mentira emotiva, pariente cercana del populismo, es una trampa para las democracias en el mundo y un pantano oscuro, sórdido, para nuestro amado periodismo.
La palabra postverdad (o, simplemente, mentira emotiva), se convirtió en un neologismo de uso diario en muchos medios, sin que comprendamos muy bien su nefasto significado y su poder corrosivo y asfixiante en la vida social, económica, periodística y política de los pueblos, sin respetar si la democracia es antigua, nueva, fuerte o débil (baste citar para ello que la democracia más antigua del mundo, la inglesa; y una de las más solidas del planeta, la norteamericana, se vieron impactadas peligrosamente con motivo del referéndum sobre el Brexit y la elección de Donald Trump, como presidente de Estados Unidos).
Este terminacho, odioso por el daño que le está causando a las democracias, describe descarnadamente la distorsión deliberada de la realidad, en la que los hechos objetivos, ciertos, fácticos, son ocultados con intención maniquea, perversa, y hasta criminal. Así, en el terreno político, por ejemplo, encontramos que muchos gobernantes se sostienen en estadísticas falsas, verdades escondidas o simples falacias, donde las mentiras que se inventan para ocultar la verdad, son repetidas hasta la saciedad, obligadas a repetirse por los palafreneros de turno, y hasta por buena parte de la sociedad, hasta que terminan tomándose por ciertas, ¡y exigidas como verdades! Por encima de la institucionalidad misma.
Para Alex Grijelmo, periodista de El País de España, “la era de la postverdad es en realidad la era del engaño y de la mentira; pero la novedad que se asocia a ese neologismo consiste en la masificación de las creencias falsas y en la facilidad para que los falaces prosperen”. Para algunos autores, la postverdad es, sencillamente, mentira (falsedad) o estafa, encubiertas con el término políticamente correcto de “postverdad”, que ocultaría la tradicional propaganda política, el eufemismo de las relaciones públicas y la “comunicación estratégica”, convertida en instrumentos de manipulación y propaganda. La verdad como mentira y la mentira como verdad: esto ha posibilitado un país de falsos líderes y unos líderes valiosos acorralados por testigos falsos y -en tristes ocasiones- una prensa alquilada.
Pero si la postverdad constituye un peligro para las democracias, en el sentido de posibilitar el acceso al poder de toda suerte de cacasenos y timadores, no lo es menos para nuestra profesión de periodista, en el sentido que uno observa una captura masiva de colegas que le hacen el juego a gobernantes de moral repulsiva, al convertirse en mamparas y hasta predicadores de mentiras, en el afán de cuidar la imagen del jefe, el puesto, la reputación del medio o la imagen de la marca.
Faride Zerán, vicerrerectora de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile y Premio Nacional de Periodismo 2007, afirma que: “cuando decimos postverdad, estamos hablando de noticias falsas, de verdades a medias, de ausencia de fuentes confiables, de rutinas periodísticas que fallan en cuestiones tan elementales como chequear las fuentes. Ocultar viejas prácticas en nombres nuevos no nos salva del bochorno de asumir que la postverdad es la expresión del mal periodismo o de la muerte del periodismo, si no nos ponemos serios”. Y advierte que hay que prestarle atención, especialmente, al fenómeno de la masificación de las redes sociales: “En el anonimato de las redes se esconde mucha basura pero, por sobre todo, mucha mentira disfrazada de información seria. La postverdad ha sido definida como el espacio donde la información y los datos duros (ciertos) pesan menos que las emociones, el resentimiento, o lo que cada uno cree o intuye o imagina”. Pero para los periodistas, para las escuelas que forman profesionales –agrega Zerán- “el tema es más complejo, ya que la postverdad como fenómeno creciente golpea la esencia de esta profesión que radica precisamente en la confianza y en su dimensión ética y demanda de veracidad”.
Si la postverdad o mentira emotiva es un neologismo que describe la distorsión deliberada de una realidad en la que los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales, entonces el deber del periodista tiene que ser claro y consecuente con su deontología: antes de reproducir creencias personales y emociones, se requiere el respeto a la verdad; el estar abierto a la investigación de los hechos, perseguir la objetividad aunque se sepa inaccesible, contrastar los datos con cuantas fuentes periodísticas sean precisas, diferenciar con claridad entre información y opinión; enfrentar, cuando existan, las versiones sobre un hecho; respetar la presunción de inocencia y rectificar las informaciones erróneas.
A propósito, quienes hemos estado en cubrimiento de campañas políticas, o siguiendo los “debates públicos”, sabemos que muchos periodistas están obligados por las normas y por sus medios a “garantizar imparcialidad”. En algunos casos, esto conduce a un balance falso donde los puntos de vista de las minorías reciben un trato indebido, y las exageraciones o mentiras contadas durante las campañas políticas no son cuestionadas de forma alguna.
Para el sociólogo Félix Ortega Mohedano, profesor de la Universidad española de Salamanca, “la manipulación de la información hace que el ciudadano no pueda conocer qué es verdad y qué falsedad. Esto se debería a la transformación de la comunicación política en propaganda, la pérdida de principios éticos por el periodismo actual y su sometimiento a intereses totalmente particulares, así como la puesta en escena de los políticos hacia el espectáculo, la manipulación y la fragmentación ciudadana”.
La postverdad o mentira emotiva, pariente cercana del populismo, es una trampa para las democracias en el mundo y un pantano oscuro, sórdido, para nuestro amado periodismo. ?